Los terremotos, los incendios u otros desastres naturales, en ocasiones, además de arrasarlo todo (o precisamente por eso), resultan constructivos. Por ejemplo, el Chinatown de San Francisco no sería tan pintoresco si no fuese por un desastre, concretamente un terremoto de 1906.
Otro terremoto en Lisboa, que tuvo lugar en 1755, fue también el responsable de que en esta ciudad encontremos aceras con ese adoquinado tan particular, llamado empedrado portugués. Y el adoquinado son los restos del terremoto. Tal cual.
El terremoto, de una magnitud de entre 8,5 y 9,5 grados en la escala Richter, se produjo una mañana del Día de Todos los Santos, para más inri, y también estuvo seguido de un maremoto y un incendio. El seísmo incluso se extendió por una gran parte de la península Ibérica.
Para abaratar costes y aprovechar recursos, el Marqués de Pombal mandó reutilizar los muros y piedras de los escombros de las construcciones venidas abajo tras la catástrofe y convertirlos en adoquines para asfaltar las aceras de las calles. De ahí partió la base para el mundialmente conocido como empedrado portugués y que tanto se popularizó a partir de mediados del siglo XIX.
Sebastião de Melo realizó también una importante contribución científica: elaboró una encuesta que envió a todas las parroquias del país, en la que preguntaba cuestiones como si los perros y otros animales se habían comportado de modo anómalo poco antes del terremoto, si el nivel de los pozos había subido o bajado en días previos al sismo, o el número y tipo de edificios que habían sido destruidos. Así empezó a nacer la sismología como ciencia.
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