Cuando llegué al Lago Blanco en Mongolia, llevaba miles de kilómetros y más de quince días sobre las ruedas de una camioneta rusa recorriendo las desoladas y bellas tierras de este país de nómadas.
Siempre recordaré aquel instante en el que tras ascender una colina por aquellos caminos de ripio polvorientos (el asfalto es bien escaso en estas latitudes), alcé la vista y mis ojos se perdieron en los destellos de la luz filtrada, por esas nubes típicamente plomizas que sirven de perfecta antesala a una gran tormenta.
El horizonte se lleno de agua y las montañas silueteadas al antojo de los vientos milenarios que recorren con agitación prominente esta región, amenzaban con arremeter como seres desproporcionados contra los asentamientos nómadas de las orillas del gran lago.
Aún hoy me pregunto el porqué de la denominación de blanco, aunque quizás justo en aquel instante pude vislumbrar cierta respuesta, pues la luz que se escapaba entre la cortina de nubes, se reflejaba sobre las aguas escupiendo destellos armonioso de un color de pura plata.
No quiero ni imaginar que hubiera sido de las milicias españolas del siglo XV, si hubieran llegado a este paraje y hubieran contemplado este reflejo plateado, quizás hubieran gritado: "Aleluya, por fín el Dorado".
Mientras ensimismado contemplaba esa mole acuática de límites insondables, me vinieron al recuerdo imágenes de las Tierras Altas de Escocia. Pronto mi ensoñación terminó, cuando al escuchar el rugir del motor de nuestra camioneta me encontré, frente a frente, con nuestro conductor mongol de dimensiones de menhir prehistórico.
Nos alojamos en nuestro Ger (tienda nómada) a pocos metros de la orilla este del lado y preparamos la pequeña caldera con maderos para calentarnos durante la larga noche. Aún en verano, cuando el sol se oculta, el frío hará acto de presencia.
Duarante los siguientes días paseamos por las inmediaciones, nos lanzamos valerosos a bañarnos en las aguas frías del lago, ascendimos el volcán Korgo y descansamos, conversamos y disfrutamos de un cordero cocinado con pidras incandescentes, dentro de una lechera de metal de gran tamaño que hacía las funciones de olla a presión.
El silencio interrumpido algunas veces por el viento, otras por el relinchar de un caballo, llena este valle difuso donde reina la grandeza y el misterio de Terkhiin Tsagaan Nuur, el Lago Blanco.
Próximamente continuaré escribiendo sobre las tierras de Mongolia, un país que aún guarda rincones poco transitados por el turismo de masas.
Imagen | Víctor Alonso En Diario del Viajero | Mongolia y los últimos caballos salvajes En Diario del Viajero | Lugares remotos: El lago Baikal