El frío extremo no trata muy bien a los viajeros que aspiran a llegar a lugares en los que nadie ha puesto el pie todavía. Además, en una expedición a los confines del mundo, cualquier detalle, por pequeño que sea, es importante. Sobre todo en el ámbito de la química (el hecho de que en la India se nieguen a consumir una sustancia química que cabría en una cucharadita de café, ha provocado miles de muertos y defectos de nacimiento, como os expliqué en Gandhi, cretinos e impuestos: el problema de la India con la sal.
En el primer intento de llegar al Polo sur, allá por los inicios del siglo XX, se mezclaron inoportunamente ambos factores: frío extremo y detalle químico sin importancia aparente.
Robert Falcon Scott fue el valiente que, junto a un grupo de ingleses, se lanzó a la aventura ser el primer humano en alcanzar los noventa grados de latitud sur. Partieron en noviembre de 1911, después de equiparse con perros y provisiones.
Si bien se enfrentaron a tempestades de nieve, al escorbuto, la inanición, la deshidratación, la hipotermia y la gangrena, lo peor fue todo fue la falta de combustible para calentarse. Al parecer, para evitar pérdidas entre las juntas de piel de sus bombonas de queroseno, Scott había usado soldaduras enriquecidas con estaño o de estaño puro. Sin embargo, durante el viaje descubrieron que las bombonas estaban completamente vacías.
Todos murieron en marzo de 1912 porque fueron incapaces de cocinar o de fundir hielo para beber. Alguien misterioso parecía haberse apropiado de todo aquel combustible. Pero no era alguien, sino “algo”. El estaño de las soldaduras.
Y es que hoy sabemos que cualquier herramienta, moneda o juguete de estaño puro, al enfriarse, exuda una especie de óxido blanco que lo cubre todo como la escarcha blanca cubre una ventana en invierno. Este óxido blanco se rompe después en pústulas, y debilita y corroe el estaño hasta que éste se hace añicos, como si fuera de quebradizo cristal. Scott, pues, había perdido su valioso queroseno cuando el estaño que cubría las juntas se partió.
El químico Sam Kean explica más anécdotas al respecto en su libro La cuchara menguante:
Varias ciudades europeas con inviernos crudos (por ejemplo, San Petersburgo) tienen leyendas sobre costosos tubos de estaño del nuevo órgano de una iglesia que se han pulverizado en el instante en que el organista pulsó la primera nota. (Otros ciudadanos más píos, le echaban la culpa al diablo).
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