El viaje desde Bukhara se me hizo interminable por la ansiedad de llegar a mi destino. Cuando empiezo a estar muy cansado me recibe un enorme cartel: Samarkand. Casi salto de alegría. Lo he conseguido. He llegado. Me detengo y hago alguna foto. Estoy eufórico y feliz. Entro en la población cuando el calor arrecia y busco el B&B Bahodir, al lado del fabuloso Registan. Son amables. Me dicen que puedo dejar la moto dentro del patio. En realidad siempre hay algo de interés en esa protección de mi vehículo. No quieren que se vea aparcada en la calle y se monte un tumulto en su puerta. En la parte de atrás hay una terraza y una parra. Las habitaciones son modestas pero por 15 dólares me parecen bastante adecuadas.
Al despertar salgo a correr por el centro monumental de mezquitas azules y grandes mausoleos. Joder, me digo incrédulo, date cuenta de que estás corriendo por Samarcanda. I ve found what I was looking for. La ciudad es mágica, bella e impresionante. A diferencia de sus vecinos kazajos, pastores nómadas que jamás construyeron nada más estable que una yurta (tradicional tienda de campaña circular de la estepa), los agricultores tayicos de los valles fértiles fundaron urbes que llenaron de mezquitas azules, minaretes altísimos y monumentos inmensos. Y también un poderoso reino. El de Timor, el Gran Tamerlán, quien en menos de diez años se hizo con Irán, Irak, Siria y la zona éste de Turquía. Yo estaba en su capital como centurias antes había estado otro español cuyo fantasma quería encontrar.
Después de desayunar pan ácimo y pepino, salí al Registán, una plazoleta situada enfrente de la Gran Mezquita. El ambiente es de retiro espiritual, tranquilo y pacífico. Los edificios son de una belleza espectacular, casi hiriente. Algo parecido a la Alambra, pero sin las hordas de turistas. Apenas unos mochileros sueltos aquí y allá. Se puede incluso escuchar el rumor de las fuentes y el trinar de los pájaros. Estoy realmente impresionado. Esto es real y no un mero decorado.
Me aborda un chaval joven vestido a la moda europea, o al menos lo que aquí se entiende por moda europea, o sea, el tipo va disfrazado de hortera con pantalón ceñido, zapatos de plástico acabados en punta y camisa entallada de muchos colores. No tengo ninguna prisa así que charlamos un rato. Mi interés por las lecciones históricas sobre la gran Corte y sus monumentos es escaso, le digo. Sólo me preocupa una cosa muy concreta, si la sabes y queda algún vestigio, te contrato como guía para que me los enseñes.
—De acuerdo—,acepta.
—Busco las huellas de un embajador español que vino aquí en el siglo XV.
Estoy convencido de que los uzbecos no tienen la menor idea de la visita del castellano Ruiz González de Clavijo en aquellos lejanos tiempos. He vuelto a precipitarme. Al chaval se le iluminan los ojos. Asegura con entusiasmo que sí lo sabe. Le creo. Hay algo más que interés pecuniario en su alegría. Hay orgullo de erudito. Me dice que apenas hay nada, que lo único que queda es una calle con un nombre extraño, pero que sabe dónde está y que conoce bien la historia. Asegura también que se topó con ella un día por casualidad, hará de eso cinco años. Se interesó entonces por la razón de tan extraño nombre. Buscó la información en los libros. No pensó que aquella información tuviera demasiado interés para nadie pero resulta que le va a servir hoy para ganarse unos dólares. Y yo vuelvo a asombrarme de dar con uno de los raros personajes con la curiosidad suficiente como para investigar el origen del nombre de una calle sin importancia.
Empezamos a caminar hacia el Mausoleo de Gur Emir donde está enterrado Timor el Grande. La placa sigue ahí. Es cierto, Clavijo, Klavixo para los uzbecos, tiene una calle en Samarcanda. Pero ahí está un trozo de España en Uzbekistán.
En 1403, Rui González de Clavijo fue enviado a Asia Central por Enrique III, rey de Castilla. Su objetivo era lograr una alianza con Tamorlán para luchar contra los turcos. Pasó por Rodas y Constantinopla (actual Estambul) antes de entrar en el Mar Negro y desembarcar en Trebisonda (Trabzon); desde ahí continuaría por tierra atravesando Irán, Irak hasta llegar a Samarcanda en un viaje que aún hoy intimida por su dureza y riesgo. Cuando apareció tan inesperado viajero en su corte, Timor lo recibió con agasajo y pompa. Pero tras la muerte de Timor, comenzó un periodo de inestabilidad mientras los herederos se repartían el imperio. La embajada fue un fracaso diplomático. Sin embargo, el éxito fue el propio viaje. Tamaña gesta le sobreviviría. Su libro, Embajada a Tamerlán, es un hito de la literatura medieval de viajes.
Me siento en deuda con él. Le debo el haber realizado esta aventura. El nos regaló un retrato de un tiempo y un lugar que nadie conocía entonces. Lo vuelvo a recordar. Es la razón de que yo siga viajando. Los grandes viajes existen porque existen cronistas. Gente que nos los cuenta. Sin ellos, solo quedaría una nube de polvo.
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