Hace 100 años desaparecía la Gioconda de la pared del Louvre donde se exponía. Se había realizado uno de los robos más sonados y rocambolescos de la historia de los museos. Una mezcla de viveza, ingenuidad, oportunidad y estupidez que dió por resultado a un pobre hombre condenado por la idea de otro que se libró de castigo alguno.
La enigmática sonrisa se había borrado. Los empleados del museo no podían salir de su asombro cuando la pared amaneció huérfana de Mona Lisa. La gran obra de Leonardo había volado del Louvre escondida bajo un abrigo, como si fuera un simple trozo de papel de periódico. Increíble.
A decir verdad, la Gioconda gana mucho a la distancia y gracias a su eterna leyenda. Vista objetivamente es una gran obra, sí, pero ni mejor ni peor que otras grandes obras maestras de Leonardo y otros artistas. Sin embargo, esa pequeña imagen resguardada en un marco horrible, nos encanta con esa mirada embriagadora.
O será que nos creemos todas las historias y creemos ver a una niña, o a una esposa infiel, a una meretriz o a una dama de la época… y hasta a un caballero travestido. En fin. Hay historias y versiones para todos los gustos.
La Gioconda ha perdido y ha ganado con el tiempo: ha perdido las cejas, por ejemplo, que se le han borrado hace unos cuantos siglos por culpa de una mala restauración. Ha perdido firmeza, debido al paso del tiempo y a una grieta profunda del lienzo. Ha ganado en seguridad, porque ahora sólo puedes verla detrás de un vidrio blindado y sobre las cabezas de cientos de turistas.
Y también ha ganado en leyenda, en misterio. Tanto, que me parece que su sonrisa es mas burlona cada dia.
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