¿Sabéis una cosa? Hay mitos tan profundamente arraigados que la mayoría de la gente sigue creyendo en ellos a pesar de que basta googlear treinta segundos para desmentirlos. No sé, por ejemplo, que las espinacas tienen mucho hierro, que la vitamina C previene el constipado, que los topos son ciegos, que a los ratones les encanta el queso, que los piratas iban con pata de palo (y loro), que el crack del 29 provocó que los banqueros se suicidaran desde los rascacielos de Wall Street (sólo se registraron dos suicidios y no fueron banqueros ni agentes de bolsa) o que Sherlock Holmes pronunciaba aquello de “elemental, querido Watson” (al menos nunca dijo tal cosa en las obras de Conan Doyle).
Esa clase de mitos. Los mitos que seguirán perpetuándose otro siglo más. Pues bien, un mito de similares características a los anteriormente mencionados es que yo, un servidor, no iba a ser capaz de volar en parapente, habida cuenta de mi legendaria capacidad para hacerme popo en los calzoncillos. En realidad, este mito solo se prodigaba entre mis familiares y allegados, pero era igualmente un mito muy arraigado. Sí, sólo era (o es) un mito: ¡porque lo he hecho! No con la soltura, el brío y la chulería de un héroe de acción (más bien parecía un trémulo trozo de carne con los ojos un poco desorbitados), pero lo hice. Volé. Como Ícaro. Como Supermán. Y encima conseguí aterrizar, casi, casi, con la gracilidad de Mary Poppins.
Es lo que hice, volar en parapente. Pero hice también muchas otras cosas, como descender en patinete de montaña, recorrer un tramo de una vía ferrata, recoger agua de la virgen de Lourdes, probar la grasa de pato, relajarme en un impresionante balneario, conocer la historia de los húsares, pernoctar en el hotel más cybertrónico que había visto nunca, ayudar a concebir un personaje irreal (o real) llamado Ramón, en plan demiurgo… y muchas otras cosas que os contaré en el siguiente artículo y que fueron, todas ellas, llevadas a cabo en el contexto del blogrip #LourdesPyrennees por gentileza de Haute-Pyrenees y Vueling y la grandísima compañía de cuatro bloggers de viajes que siempre guardaré en el espacio de los recuerdos que vale la pena conservar.
Que empiece la aventura, ¿no?
La cascada más alta de Europa
A pesar de que lloviznaba un poco, nos resistimos a volver a la furgoneta que nos había llevado hasta allí y, en compañía de la que sería nuestra guía durante todo aquel viaje, la dicharachera Anna Fontan, nos encaminamos hacia aquella cascada que, a cada paso, iba incrementando su tamaño progresivamente. Todavía estaba a dos horas de camino y, sin embargo, mirad cómo lucía a lo lejos, con sus más de 400 metros de caída vertical.
Luz, y baños termales
Cuando un oso llamado Baloo me miró a los ojos
No me extraña que este lugar, mucho más grande e interesante de lo que hubiera imaginado en un principio, sea escogido anualmente por más de 125.000 visitantes. Vi ciervos, marmotas, ardillas, lobos, nutrias… y hasta osos, en particular un oso llamado Baloo que hacía un poco de posturismo para que le echáramos fotos.
Ah, también tuve la oportunidad de contemplar un apartamento para insectos, como una suerte de 13 Rue del Percebe entomológico. Lo más gracioso es que frente a este apartamento de madera había una pequeña explanada con flores y otras hierbas, y un letrero que rezaba algo así como “no cojas las flores, son nuestra comida”.
En todo momento parece que estás andando por plena naturaleza, salvo por una zona techada con animales disecados, algunos de ellos extinguidos. Y el personal del parque está continuamente pululando por ahí, dando de comer a algunos animales, o permitiendo que nos acerquemos a otros con mayor seguridad. Tuve la opción de darle de comer a una marmota de mi propia mano, pero finalmente no la decliné porque soy de naturaleza cobarde y lo máximo que me permito tocar con cierta sensación de seguridad es un perro manso(mayormente pequeño).
Lo más interesante de este parque es la posibilidad de quedarte a dormir en él, alojado en una casa de madera. Dentro de la casa tienes todos los lujos que puedas soñar, desde microondas hasta baño de diseño. Pero fuera, oh, fuera estás rodeado de lobos. Imagínaos dormir con los aullidos cerca de ti. Pero perded el cuidado: la casa está protegida por unas planchas transparentes, lo cual incluso te permite tumbarte en una hamaca en el jardín de la casa para observar a la fauna circundante. Como si fueras Frank de la Jungla.
Saltando a 3.000 metros de altura (casi sin aire)
En pocos minutos de ascensión, ya estábamos a 2.788 metros de altitud. Pero no imaginéis que a semejante altura sólo hay un pico lleno de nieve, porque es justo lo contrario: aquí arriba parece que esté la guarida secreta de algún villano de James Bond. 600 metros cuadrados de terrazas, instalaciones futuristas, ascensores internos, una sala donde proyectan documentales, y un gigantesco observatorio astronómico.
A semejante altura, si el día está claro, me dijeron que incluso se podían divisar las luces de Barcelona. El mayor handicap es que aquí hay menos oxígeno, y cualquier esfuerzo físico resulta mucho más agotador. Por ejemplo, tras probar varios saltos para tomar la siguiente foto, al final acabé jadeando como si llegara de la Maratón.
Otra posibilidad que me pareció muy interesante, y que seguramente resultará irresistible para todos los amantes de la astronomía, es que por unos 200 € euros existe la posibilidad de quedarse a dormir en estas instalaciones. Lejos de todo. Casi en el techo del mundo. Por la noche, los astrónomos residentes te permiten echar un vistazo a la bóveda celeste mediante el telescopio. Turismo científico alucinante, y solo a tres o cuatro horas en coche desde Barcelona o Madrid.
Ah, y como veis arriba, comimos en las instalaciones, donde había un espléndido restaurante: cerdo, oveja y pato. Ñam!
Vía Ferrata
Cuando me estaba ajustando el casco y los arneses, a mi mente acudieron unas ominosas palabras de uno de mis libros de cabecera, Consilience, de Edward O. Wilson: “la cabeza es un globo frágil e internamente licuescente, en equilibrio sobre un delicado eje de hueso y músculo, en cuyo interior el cerebro es vulnerable y la mente se puede aturdir o incapacitar con frecuencia.” Afortundamente, esta actividad es mucho más intimidatoria se la observas desde la barrera que si la pruebas en tus propias carnes. Al principio estaba un poco indeciso, torpe, e incluso me hice un par de magulladuras, pero a los veinte minutos ya me sentía como Tarzán, dispuesto a aceptar lo que me echaran. Incluso la circunstancia de que empezara a llover y a tronar a lo lejos, que mi ropa se llenara de barro, incrementó la adrenalina y la sensación de que estaba en plena misión.
Con todo, al acabar aquel tramo en el que escalé riscos, crucé puentes estrechísimos, me rebocé en barro y pasé de uno a otro extremo de un río colgado de una cuerda, como un trozo de carne que se dirige al matadero, al acabar todo eso, digo, tenía los músculos entumecidos, como si hubiera picado mucha piedra (que lo había hecho) y las hubiera pasado canutas (que también). Pero no importaba. Aquél era esa clase de agotamiento endorfínico que nace del deporte y de las experiencias únicas, del típico viaje magallánico en el que has descubierto nuevos finisterres. Bueno, dejemos la lírica, que las raspaduras en las manos no me las quitaba nadie.
Afortunadamente, aquella noche dormiríamos en el Hotel Mercure Sensoria, en Saint-Lary, que me encantó. Era esa clase de hotel alpino de alto copete, todo en madera, pero con un diseño entre Ikea y rural que perfectamente podría ser portada en alguna revista de decoración de interiores.
Y entonces me fui a dormir... otro día os sigo contando todas mis aventuras y todo lo que me atreví a hacer en Altos Pirineos, que lo mejor está por venir.
Fotos | Sergio Parra