No sé si os habrá pasado en alguna ocasión, pero a veces estás frente a un paisaje tan extraordinariamente bello que no consigues saciarte nunca, por mucho que lo contemples. Y mucho menos te sacias después de tirar un puñado de fotografías, aunque dichas fotografías hayan sido tomadas con una Reflex carísima. Ni siquiera cuando compartes el paisaje por Instagram (añadiéndole toda clase de filtros a fin de que los demás empaticen un poco con lo que tú sientes).
Permaneces allí de pie durante unos minutos con los ojos puestos en los mil detalles que puntean el horizonte, y al final te marchas porque crees que estás perdiendo el tiempo (o que los demás se pensarán que eres un poeta con ínfulas). Sin embargo, nunca tienes suficiente. Te gustaría fundirte con ese paisaje, asimilarlo de algún modo. ¿Por qué ocurre algo así? ¿Por qué hay paisajes que nos gustan más que otros? ¿Qué podemos hacer para llevárnoslos con nosotros?
Más de una vez yo mismo he tratado de asimilar paisajes que me han conmovido traduciéndolos a letras, empleándome a fondo con las metáforas y el lenguaje más sugestivo. Por ejemplo, lo hice con Islandia, y también con Suiza. Pero no parece suficiente. Siempre hay miles de matices que quedan sin ser aprehendidos.
Algunos filósofos recomiendan entonces dibujar el paisaje, aunque no se tengan dotes artísticas particularmente brillantes. Basta con tomar un cuaderno y un lápiz y dedicar media hora a dibujar todo lo que vemos. De esta forma, nuestro cerebro tiene tiempo de asimilar más detalles, y el propio proceso de dibujar nos obliga a fijarnos también en un mayor número de detalles que antes pasaron desapercibidos.
El filósofo Alain de Botton habla del proceso en estos términos en El arte de viajar:
En el proceso de recrear con nuestra propia mano lo que está ante nuestros ojos, se diría que nos movemos naturalmente desde una posición de observadores de la belleza en sentido laxo a otra en la que adquirimos una profunda comprensión de sus partes constitutivas y, por ende, recuerdos más certeros de ella.
Nuestros paisajes favoritos
Mis paisajes favoritos los suele pintar Bob Ross, un simpático pintor televisivo que en media hora conseguía realizar una pintura casi fotorrealista. Siempre acompañaba el proceso de su voz profunda y afable, añadiendo comentarios tan entrañables como su pelo algodonoso. Siempre que Bob Ross terminaba un paisaje, sentía ganas irrefrenables de saltar al interior del cuadro, como Mary Poppins, y recorrerlo por entero.
¿Qué características universales poseen estos paisajes tan atractivos? Lo explica así David Brooks en su libro El animal social:
paisajes con espacios abiertos, agua, caminos, animales y algunas personas. (…) Según los psicólogos evolutivos, en general la gente prefiere imágenes que corresponden a la sabana africana, donde surgió la humanidad. En general, a la gente no le gusta ver vegetación espesa, que intimida, o un desierto, donde no hay comida. Es preferible un espacio abierto de hierba exuberante, con grupos de árboles y arbustos, una fuente de agua, vegetación diversa incluyendo plantas con flores y frutos y una vista despejada del horizonte al menos en una dirección.
Diario del Viajero | Paisajes impactantes: una isla de cactus en un desierto de sal