Una de las primeras cosas que descubrí cuando me lancé en mi primera aventura cicloturística por tierras helvéticas es cuán habituados estamos a las carreteras bien marcadas y jalonadas de gasolineras, hostales y tiendas. Y lo difícil que resulta salirse de las rutas previamente establecidas so pena de que pinchemos, lleguemos a una calle sin salida o nos perdamos.
Esta suerte de viaje por circuito cerrado, a lo resort extrapolado al mundo de la ruta, a lo Scalextric, todavía es más palmario si advertimos los cada vez más ubicuos cachivaches que fijan nuestra ruta, determinan los kilómetros que faltan, contabilizan el tiempo que nos queda para llegar a fin de reservar o no en el próximo hotel recomendado por Foursquare, y un largo etcétera de futuribles.
Sin embargo, a la hora de tomar senda y perderme por el mundo, a veces echo de menos hacerlo un poco ciego, un poco desorientado, para finalmente (paradojas de la vida) sentirme un poco más orientado. El uso excesivo del GPS no solo afecta a nuestras habilidades cognitivas a la hora de conducir, caminar o pedalear, como bien demuestran muchos relatos de pilotos, camioneros y cazadores que han perdido cierta agudeza en la navegación de resultas del mismo.
Esto no sería tan imporante: ¿qué importa que perdamos sentido de la orientación? También perdimos la capacidad de hacer fuego de la nada tras el invento del mechero El problema no es ése. Nuestras habilidades para percibir e interpretar la topografía ya llevan siglos mermándose debido a los mapas.
Mi miedo no es tanto la pérdida de capacidades especiales, sino la pérdida de nuestra sensibilidad hacia la tierra, sobre lo que pisamos, y sobre lo que vemos justo delante. Tal y como escribe magistralmente Nicholas Carr en su libro Atrapados:
No somos puntos abstractos alineados en delgadas líneas azules en la pantalla de un ordenador. Somos seres reales con cuerpos reales en lugares reales. Conocer un lugar exige esfuerzo, pero depara satisfacción y conocimiento. Porporciona una sensación de satisfacción y autonomía personal, y proporciona también un sentido de pertenencia, sentir que estamos como en casa en un sitio en lugar de simplemente atravesarlo.
Según el antropólogo Tim Ingold, de la Universidad de Aberdeen, en Escocia, hay dos formas de viajar: viajar a pie y viajar con transporte. A juicio de Ingold, no hay ni punto de comparación entre viajar a pie y dejarse transportar:
Sumergidos en el paisaje, en sintonía con sus texturas y rasgos, el caminante disfruta la experiencia del movimiento en el que acción y percepción están íntimamente conectadas. Viajar a pie se convierte en un proceso continuo de crecimiento y desarrollo, de autorrenovación. El transporte, en cambio, está esencialmente orientado al destino. No es tanto un proceso de descubrimiento a través de un camino de la vida como un mero acarreo de personas y bienes, de lugar en lugar, de forma tal que deje su naturaleza básica intacta.
Puede que todo esto les suene a algunos a poesía barata, y quizá lo sea si nos limitamos a leerla. Tal vez hace un tiempo yo también la habría considerado así. Pero no desde que probé a viajar a pie o en bicicleta, a hacerlo lejos, sin saber muy bien dónde estaba ni dónde acabaría. Porque no enfrentarse nunca a la sensación de sentirse perdido es como vivir en una permanente desorientación. Si nunca nos debemos preocupar por saber dónde estamos, nunca tenemos tampoco que saber dónde estamos. Por eso, a la hora de viajar, de vez en cuando hay que probarlo. Desconectadlo todo, dad el primer paso... y luego ya veremos.