En una ocasión, tuve la oportunidad de charlar largo y tendido con una experimentada viajera, y una estupenda bióloga. Como ella es muy suya, y yo lo respeto, la llamaremos Deirdre, que no es su nombre, pero que es un nombre con aire de duende, que es lo que siempre me pareció ella. En aquella conversación, Deirdre me habló de un anuncio por palabras de periódico que no sé si respondería alguna vez. Pero la pregunta es: ¿lo haríais vosotros?
El anuncio original había aparecido a principios del siglo veinte. Lo introdujo Ernest H. Shackleton en el Times a fin de reclutar héroes que se unieran a la tripulación del Endurance, a la expedición a la Antártida más fantástica de todos los tiempos. Deirdre nunca pudo responder a ese anuncio, porque aún no había nacido, pero sí respondió a uno muy similar que también la llevaría a un lugar tan remoto como la Antártida, a la vez que le hacía sentir más viajera que nunca. Y también más otra persona que nunca, porque Deirdre era de la opinión que los viajes te cambian, y que al regresar ya no regresas tú sino otra persona diferente que te ha hurtado el DNI.
Es más fácil convertirse en otro porque tus allegados te han visto partir. Literalmente has desaparecido para ellos, ¿no crees? Sí, sí, yo creo que sí, que ellos asumen con menos traumas e historias que alguien regrese con mayor profundidad en la mirada. Y el saberlo también te da más libertad para dejarte moldear por lo que has vivido ahí fuera. La gente pensará: bien, se habrá comido las del calamar y punto pelota, por eso ha cambiado tanto. Y lo aceptarán. Pero si no desapareces nunca, la gente se resiste a asimilar que cambies o evoluciones. Lo cual es una memez, ¿no? Porque, vamos a ver, te dicen mucho lo de que seas tú mismo, que seas fiel a ti mismo y demás zarandajas. Pero si yo decido cambiar, o incluso si me dejo influenciar por alguien, ¿no estoy siendo también fiel a mí mismo? ¡Pues claro! Mi Yo decide ser otro, dejarse influenciar. Mi forma de ser puede ser ésa. Y entonces, ser fiel a uno mismo sería dejarse cincelar por las cosas que te rodean, ¿no? ¿Me explico? Quizá el que se mantiene siempre en sus trece, estanco, y lo hace para demostrar a los demás que es fiel a su espíritu, en realidad es más hipócrita y falto de personalidad, pues no es él mismo, sólo finge serlo. En fin, menudo rollo, perdona, me da por filosofar cuando piso estos lugares tan asombrosos, y si de banda sonora suena algo de música celta, ya ni te cuento.
Necesitaba que Deirdre continuase hablando, así que le pregunté cómo había empezado a viajar, cuál fue la causa que la convirtió en una máquina de movimiento perpetuo. Y ella, de natural parlanchina, no se calló nada. Me narró una historia tan inverosímil que no supe si debía creérmela, aún así la disfruté por el simple hecho de salir de su boca, como si sus fonías se mezclaran conmigo al penetrar por mis oídos, y entonces, de algún modo, Deirdre se agitaba dentro de mí. Con el timbre, la cadencia y las oportunas inflexiones en la voz de los mejores cuentacuentos, me desveló que ella salió de su casa con veintipocos, de resultas de un anuncio en su universidad que le recordó al anuncio del Shackleton en el Times.
Un amigo de la facultad siempre llegaba con el zurrón lleno de aventuras. Nunca descansaba, pero nunca, nunca, nunca. A decir verdad, creo que no se detenía nada más que para dormir, y aún así, muchas veces, seguía en movimiento, ya fuera porque durmiese en un tren o en un barco o porque sus piernas, de natural inquietas, se movieran en sueños. Tenía 30 años o así y era submarinista de profesión. Ya te puedes imaginar, quedé totalmente prendada de él, me parecía un aventurero de película, nada que ver con los chicos aburridos e inmaduros de mi edad. Lo consideraba mi amor platónico, pues yo nunca me imaginé que él me correspondería. Pero lo hizo, lo hizo, aunque con una condición: debía acompañarle.
Sí, Bellinghausen. Suena a cuento de hadas, ¿verdad? Aquella expedición que hizo como submarinista formaba parte de una campaña científica para estudiar la fauna y flora de los fondos del mar antártico. Y el mar estaba tan desordenado que el barco cabeceaba como un autobús brasileño cruzando una vía sin asfaltar. Una prostituta aplicándose carmín en los labios hubiese terminado con la cara de Toro Sentado. No dejaba de imaginármelo en su expedición, buceando en lugares apenas transitados por el hombre. Por las noches, al apagar la luz de mi dormitorio, soñaba que me marchaba con él, y que juntos nos sumergíamos en aquel mar lechoso en busca de piedras volcánicas y graníticas, o de exóticos ejemplares de la fauna antártica, como una voluminosa anémona de color rojizo y tegumento coriáceo, briosos incrustantes, braquiópodos de la especie crania lecointei… ay, perdona, no quería apabullarte con nombres raros, es que me leía muchos libros de la Antártida cuando mi príncipe azul de los mares helados estaba lejos de mí.
Deirdre me contó que esa persona, entre otras cosas, fue el acicate que la impulsó a responder a la propuesta de realizar una expedición biológica por la Antártida. En parte por ver mundo, en parte por ser otra persona, en parte por reencontrarse con aquel hombre.
En una semana estaba cogida de su mano, temblorosa, mientras el barco en el que navegábamos entraba ligeramente en una banquisa de hielo que rodea el continente Antártico. Nunca había estado tan enamorada, pero me di cuenta de que, por encima de aquel amor, empezaba a sentir el cosquilleo del sentido de la maravilla. En verdad, lo que secuestraba mis sentidos no era la mano de aquel hombre o su mirada de deseo, sino el lugar que nos rodeaba, que literalmente se me antojaba como otro planeta.
Impresionantes bloques de hielo a punto de soldarse por el frío, crujiendo al rozarse entre sí como si fueran los huesos de un titán; ondas oleaginosas meciendo trozos de hielo que flotaban sobre un mar grisáceo; focas leopardo tumbadas con aire indolente, observándonos con curiosidad, con las fauces sanguinolentas a causa de algún banquete salvaje. El rojo de la sangre resalta mucho en aquellas superficies de nácar bruñido. Causaba escalofríos, como si viéramos la sangre de una menorragia salpicando un paraíso celestial. Por la noche, la sangre con la que manché las sábanas blancas de la cama tenía un aspecto similar. Sí, no me mires con esa cara de alucinado, el donjuán de los hielos me desvirgó aquella misma noche y me hizo daño, mucho daño. No tanto por su falta de tacto sino porque, al poco, cuando se cansó de mí, me dejó por una mujerona con pinta de lesbiana y muy mala baba del Instituto Español de Oceanografía, que se ve que manejaba las dragas, el box-corer y el trineo suprabentónico mucho mejor que yo. Pero ¿sabes? No me importaba. Ya no. Porque había descubierto que no le necesitaba para nada. Lo único que necesitaba de verdad era seguir viajando y no volver a casa nunca más. Aquel anuncio en el diario, pues, resultó ser cierto en toda su literalidad: era un anuncio de carácter aventurero y no donjuanesco. Y me alegro de que haya sido así o ahora mismo estaría encerrada en casa con cuatro niños insoportables o buscando bichejos extraterrestres con las dragas o el condenado trineo suprabentónico que, e pesar de los altisonantes nombres, no son nada, nada divertidos.
Y entonces me di cuenta de que probablemente yo también hubiese respondido a ese anuncio del periódico.
Fotos | Miguel Angel Otero Soliño | Austral-Ice (GPL)
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