El precio del billete de avión semeja un jeroglífico expuesto por un sabio con expresión neutra de esfinge. Algo así como coger arena con las manos sin que los granos se deslicen entre los dedos. Los precios cambian, suben, bajan, a veces resultan baratísimos, otras veces abusivos; e incluso se modifican a los pocos segundos de que los hayamos consultado (gracias a la magia de las cookies).
Por poner las cosas más difíciles, incluso hay compañías aéreas que valoran la posibilidad de que los precios de los billetes sean completamente gratis, como lo son las búsquedas en Google o consultar Wikipedia. Pero ¿qué hay detrás de toda esta alquimia que rivaliza con regatear con todos los vendedores de un zoco de Fez al unísono?
Todas las reglas, algoritmos y valores se pueden resumir en una sola palabra: tiempo. El precio de los billetes de avión no nos están informándo sobre lo que cuesta volar a determinado sitio, sino acerca del tiempo que estamos dispuestos a invertir en adquirir el billete. Algo así como los cupones y descuentos de los supermercados: los productos, entonces, tienen dos precios, uno para los más pobres (que recortan cupones) y otro para ricos (que pagan por ahorrarse el tiempo gastado en recopilar cupones).
El principio del caos
Pero no siempre fue así. Fue en 1977 cuando la primera compañía aérea del mundo, la estadounidense American Airlines, puso en práctica la técnica de ofrecer billetes de “superahorro” más baratos que exigían la compra anticipada y una estancia mínima de siete días o más para atraer a los viajeros que no disponían de suficiente dinero pero sí de tiempo libre. Tal y como explica el experto Eduardo Porter en su libro Todo tiene un precio:
Las líneas aéreas son maestras a la hora de vender billetes de avión a precios tremendamente dispares. Han afinado sus técnicas durante más de treinta años, intentando llenar vuelos cuyo coste para la compañía es el mismo si están vacíos o llenos (…) Las variaciones del precio se dispararon después de que las tarifas aéreas quedaran liberalizadas en 1978, lo que provocó una intensa competencia a medida que las líneas aéreas luchaban por llenar el mayor número de asientos posible en sus aviones. Durante un cuarto de siglo su técnica más famosa fue la estancia del sábado por la noche, utilizada para separar a los turistas preocupados por el precio de los que viajaban por negocios y podían cargar el precio del billete a la empresa, con lo que pagarían lo que fuera para llegar a casa antes del fin de semana.
A pesar de todo este lío monumental que, al menos a mí, me hace recordar a una timba de Póquer en vez de a un negocio serio, el modelo de negocio no es particularmente rentable: la competencia ha bajado las tarifas aéreas a la mitad desde 1978. Casi todas las compañías importantes han pasado una época de bancarrota.
En términos de beneficios de explotación, la industria en su totalidad pasó la mitad de la década entre 2000 y 2009 en números rojos.
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