Existen lugares en el mundo que prácticamente permanecen desconocidos o bien por su difícil acceso o por la poca publicidad que reciben. El destino sobre el cual vamos a hablar hoy se encuentra dentro de estos lugares remotos, que permanecen casi invisibles a los viajeros. Hoy deseamos descubriros un tesoro que esconde uno de estos particulares destinos, por ello ponemos rumbo a "la isla de las tortugas verdes", a la Isla de Ascensión.
Ascensión es una pequeña isla volcánica a medio camino entre América y África, situada a 1.287 km al noroeste de Santa Helena, isla donde pasó sus últimos años desterrado Napoleón.
En la actualidad pertenece a la corona inglesa y forma una dependencia junto con Tristán da Cunha y St. Helena. Está ocupada en su mayoría por militares ingleses, una estación de la BBC y algunos lugareños. El número de habitantes no excede de los novecientos y hasta la guerra de las Malvinas prácticamente la isla no tenía ningún tipo de movimiento.
A partir de este acontecimiento bélico se construyó el único aeropuerto que hay para uso militar. En estos momentos ingleses y americanos participan en una joint venture sobre la utilización del aeropuerto. La isla de Ascensión es un “portaaviones” en medio del Atlántico.
Con el hormigón que sobró de la construcción de la pista de aterrizaje y despegue se asfaltaron las pocas carreteras que ahora recorren el islote.
El gallego Juan da Nova, que nevagaba bajo protectortado portugués descubrió la isla deshabitada el 25 de marzo de 1501. Por estas latitudes pasaron hombres de la talla del Capitán Cook que fondeó en estas aguas allá por el año 1775. Charles Darwin no podía ser menos, así que en el año 1836 también visitó la isla.
Antes de estas fechas señaladas, en el 1815 cuando Napoleón Bonaparte es desterrado en St. Helena, los ingleses argumentando que debido a la cercanía con dicha isla se podría sufrir un intento de rescate del Emperador por tropas enemigas, decidieron enviar una guarnición a Ascensión proclamando la soberanía británica sobre dicho territorio de ultramar.
Hoy en día para acceder a este islote remoto deberemos o bien arribar por mar en un velero o carguero (suelen pasar cada dos meses por la zona provenientes de Sudáfrica o Inglaterra) o pagar una cifra elevada por un billete en un avión militar que une las islas británicas con Ascensión. Llegar aqui es toda una aventura.
En mi caso particular llegué a la isla en velero, después de conseguir que me aceptaran de tripulación unos navegantes suecos y españoles en Ciudad del Cabo. De este modo tuve la fortuna de contemplar un espectáculo único: el desove de las tortugas verdes del Atlántico.
Si bien se pueden ver tortugas en otros lugares del mundo como en Costa Rica, normalmente se realiza la visita con guías turísticos, bajo una estructura bien armada y durante un tiempo muy limitado.
En Ascensión te sientes como el espectador privilegiado de este ritual periódico y mágico de la madre naturaleza. La noche es el momento idóneo para contemplar el desove. Así que después de cenar nos acercarnos a una de las playas desiertas...
Entre las sombras, nuestros pasos deambulaban ungiendo una arena casi virgen, una arena que tan sólo estaba transitada, a tenor de las huellas encontradas, por las tortugas y los contados visitantes de la isla, entre doce y quince al año.
Cuando el crepúsculo se tiñe de noche y las mareas descienden en la costa de Ascensión, una procesión diseminada de tortugas comienzan a emerger de entre las olas que arremeten contra la orilla. Semejan seres errantes que, con dificultad, se arrastran repitiendo ese ir y venir trianual como un tributo a la diosa de la fecundidad.
Este peregrinar comenzó 4.000 km atrás cuando dieron la espalda a la costa brasileña más de 3.000 hembras para venir a sembrar de huevos las playas de Ascensión.
Sus movimientos son medidos y sus respiraciones, entrecortadas y profundas, son contadas. Es una liturgia acompasada que se muestra ante nuestras miradas atónitas. El único sonido que entonces calla al silencio son las aletas de las tortugas cavando los agujeros, donde más tarde esconderán a sus descendientes con parsimonia y cuidados mecánicos.
Al acecho de las crías, que pueden encontrarse extraviadas entre la ondulada esencia de la arena, están los cangrejos y, ya llegada la aurora, los alcatraces y otras aves que habitan la región.
Tras depositar un gran número de huevos, que oscila entre los ochenta y cien, deshacen lentamente su camino y se sumergen en las aguas del océano. Las crías ganan su independencia en el instante que rasgan la corteza del huevo.
Aunque en ocasiones dicha independencia dura unos solos instantes, pues es entonces cuando emprenden ese camino que quizás sea el más duro de sus vidas: el sendero que va desde el “nido” hasta el agua. Una senda llena de obstáculos y peligros, pues tan sólo el dos por ciento consigue llegar a sobrevivir al acecho de la salvaje naturaleza.
A la mañana siguiente nos podremos zambullir en las aguas cristalinas y nadar rodeados de tortugas.
Imágenes | Víctor Alonso En Diario del Viajero | El lugar más remoto de la Tierra