Siendo justos, la mansión más grande del mundo es la casa Biltmore, la casa privada más grande jamás levantada en Estados Unidos. Está en One Lodge Street, en la ciudad de Asheville, en Carolina del Norte, en las colinas de los Apalaches. Construirla costó tanto dinero que incluso triplicó los costes de la torre Eiffel, y también empleó cuatro veces más trabajadores. Su dueño fue George Washington Vanderbilt. Tiene 12.500 metros cuadrados de superficie y 250 habitaciones.
Sin embargo, recientemente se ha construido la que probablemente sea la residencia privada más cara del mundo, aunque no está en Estados Unidos sino en Bombay, en la India. La llamada Torre Antilla pertenece al hombre más rico del país, Mukesh Ambani, y su precio es de mil millones de dólares. Dispone de 27 pisos, tres helipuertos, garaje para 160 vehículos, piscina, cine, bolera y hasta unos jardines colgantes que imitan a los de Babilonia. Pero Mukesh todavía no se ha mudado a su nueva casa: al parecer ha sido construida violando los preceptos de construcción del Vastu Shastra (una especie de Feng Shui indio que obliga a acogerse a determinados diseños y ordenación de la casa para que esté en consonancia con las fuerzas del universo).
Con todo, estos ejemplos megalómanos de residencias privadas palidecen si la comparamos con el Hearst Castle.
Sin duda, Hearst Castle es la mansión más exageradamente faraónica y hortera, llena de arte mezclado y agitado, con detalles grandilocuentes unidos a cosas cutres; un engendro del mal gusto, con una historia increíble detrás, con medio Hollywood de por medio, y con tantas, tantas cosas que ver, que el año pasado decidí visitarla por mi propio pie para desvelaros todo lo que descubrí. Sí, por un instante me sentí un semi dios (hortera) en la cima más alta del mundo.
Llegando al epicentro del lujo desproporcionado
Primero nos acercamos a San Bernardino para pisar el lugar que había visto nacer una de las más graves pandemias gastronómicas del siglo veinte: la cadena de comida rápida de los hermanos McDonald´s. "El fast food por antonomasia lanzó sus hamburguesas desde este mismo punto", me contó mi acompañante. "Los McDonald empezaron a cocinarlas con ketchup y patatas fritas en los años cuarenta. Ahora, medio siglo después, su imperio de triglicéridos no parece tener límites".
Esta pequeña parada técnica tiene mucho sentido en este viaje, porque el dueño y señor del Hearst Castle, William Randolph Hearst, adoraba la comida típicamente americana, sobre todo las hamburguesas con keptuchup, que no dudaba en servir en uno de los comedores más opulentos de su mansión.
Tras dejar Morro Bay atrás, llegamos a San Simeón, una costa montañosa, paradisíaca, donde se alzaba, en la cima de una colina, el imponente Hearst Castle. La niebla, además, le añadía a la construcción un aire fantasmagórico, persuadiéndote para creer que tras aquellas paredes había vivido el sosias californiano de Drácula y no el magnate de la prensa William Randolph Hearst. Nueve taquillas alineadas, de las que brotaban riadas de turistas atraídos por las riquezas incalculables de la mansión (reconvertida en parque de atracciones tras la muerte de Hearst), no obstante borraba todas las connotaciones tétricas o carpetovetónicas al lugar.
¿Recuerdáis Ciudadano Kane? Recuerdáis a Charles Foster Kane, el protagonista, viviendo en su caserón en lo alto de una colina, Xanadú? Cuentan que Orson Welles se inspiró en Hearst para escribir su obra maestra.Después de recoger nuestro ticket de entrada, que habíamos reservado semanas antes, hicimos tiempo hasta que llegara el autocar que tenía que trasladarnos hasta la puerta de la mansión. Sí, en efecto, todo aquí es tan grande que no puedes llegar andando. Primero accedes a la finca en coche, estacionas en un gigantesco aparcamiento público, y finalmente das un paseo por el complejo que han construido para albergar las taquillas: un complejo que alberga restaurantes, tiendas, un museo, y demás. Está todo lleno de gente. No sólo hay un autocar que te transporta, sino una línea de unos diez convoyes que nunca dejan de subir y bajar la colina donde despunta, muy a lo lejos, la mansión.
El autocar te deposita en la entrada de la mansión (bueno, una de tantas), y entonces empieza la excursión guiada a pie. A nosotros nos tocó un viejo muy simpático de pelo blanco y andares espatarringados. Lo que vimos entonces os lo contaré en la próxima entrega de este artículo.
Fotos | Sergio Parra En Diario del viajero | Rematan en eBay una noche en el Castillo Hearst | América en moto. California. Highway One, la mejor carretera de costa del Mundo