En la anterior entrega de este artículo, os prometía hablaros un poco más de la América profunda, de la catadura redneck, y de la ruta66 en su paso por las zonas más pintorescas del país.
Una de las características básicas del redneck o paleto americano es su orgullo acerca de su propia ignorancia y cerrazón. Pero, quizás, una de las consecuencias más severas que advertí de este proselitismo de la oligofrenia era la soledad en la que estaba sumido Estados Unidos. Iglesias por doquier que justificaban, mediante citas bíblicas en sus marquesinas, la matanza en Irak. Anuncios en los McDonalds respaldando al presidente Bush y a los marines. Editoriales en los diarios que proclamaban que Francia y los países viejos de Europa son en realidad competidores y no amigos, y que no hay nada que valga la pena más allá de los límites marítimos estadounidenses.
En las bibliotecas públicas (y hasta en la mayoría de librerías) no figuran ciertos libros del premio Nobel José Saramago, por ejemplo, pero el libro más vendido es The Savage Nation, de Michael Savage, un popular racista de la radio y la televisión norteamericana que incita a que Estados Unidos embista contra Siria, Irán y Corea del Norte y que afirma que la guerra de Irak es, en realidad, una contienda contra Babilonia y contra el Mal, así, con enfática mayúscula. El Dallas Morning News propone como una de sus principales noticias la construcción del nuevo estadio de los vaqueros de Dallas, que costará dos billones de dólares, relegando a la categoría de anécdota la ayuda humanitaria que requiere Irak.
En los expositores de revistas proliferaban las dedicadas exclusivamente a las armas. Un grupo de adolescentes (algunos ataviados con chaquetas de camuflaje) las hojean, señalando las virtudes de cada pistola o escopeta, tan familiarizados con ellas como lo puedan estar los niños con sus homólogos de juguete. Esta visión me causó escalofríos.
En cuanto cruzamos la frontera de Texas quedé impresionado por dos características fundamentales. La primera era la aridez y la sequedad del terreno, que me recordó a las estampas de los westerns cinematográficos. En la radio, a la sazón, sonó un tema de Lalo Schifrin, y la sensación se vio acentuada. En cualquier momento se nos podía cruzar Clint Eastwood montado a caballo. El Panhandle (mango de paella, en alegoría a la forma del estado) era el sitio más parecido a Almería que había encontrado en mi periplo. No había sol: del cielo descendía una flamígera lluvia que todo lo barnizaba. No había sol: el lustroso cielo al completo actuaba como emisor de luz refulgente, al igual que una lámpara de gallinero. Y los rodales de sudor que mostraban nuestras camisas alrededor de las axilas aumentaron su diámetro.
La otra característica de Texas era la obesidad de sus pobladores (no debía olvidar que nos encontrábamos en el país que inventó el pulverizador de queso en spray). Allí, la obesidad era una verdadera epidemia, una suerte de virus aerófilo y caliente que producía michelines y colesterol.
La gente parecía despilfarrar la comida: además de emplearla eminentemente como suministrador de endorfinas, la abundancia, la ostentación y el derroche con cualquier clase de alimento calórico era tan natural como rascarse la nariz. La gente, grande, mastodóntica, siempre bañada en sudor y resollando al término de cada frase, mostrando síntomas de enfermos terminales, acudían a las cadenas de restaurantes de comida rápida con tal fervor místico como lo hacían a sus iglesias, y su sacramento consistía en enormes bolsas de patatas fritas (o freedom fries, como las comenzaban a llamar fruto del rechazo creciente a Francia, que se negó a acompañarles en su invasión a Irak).
Y Jesucristo era una leviatanesca hamburguesa de tres pisos rezumando queso fundido.
Yo he de reconocer que, debido a mis aficiones sedentarias y a mi tendencia a adscribirme a un remedo de ostracismo en el interior de mi cuarto de trabajo, tropezaba a menudo con la molicie más insidiosa. Incluso estaba desarrollando preocupantes michelines, y algo de papada. En poco tiempo no dudo que me convertiría en el arquetipo de intelectual capacitado cerebralmente pero anulado para practicar deportes. Sin embargo, el individuo que vislumbré en el aparcamiento de Walmart superaba obscenamente mis temores más funestos.
Vestía el interfecto una camisola hawaina con tanto colorido que parecía que se hubiera vomitado encima. Y unas bermudas rosas. Aquella montaña de carne flácida y blanca debía superar los 150 kilogramos de peso. Se apeó de su coche con sumo esfuerzo, semejando una ballena varada en la playa. Una película de sudor le hacía brillar bajo el sol.
Resopló, tratando de apaciguar su ritmo cardíaco. En pocos segundos, personal del centro comercial acudió en su ayuda facilitándole un pequeño vehículo motorizado para que pudiera trasladarse por el interior de la tienda. El vehículo, con trazas de carrito de golf, se resistió un poco a avanzar. Pero al fin, tras un leve empujón del personal de servicio, el hombre se desplazó hacia la tienda para llevar a cabo la actividad esencial del norteamericano medio: comprar. Y detrás de él ondeaba al viento una pequeña banderola patria.
Me dio miedo llegar algún día a aquella situación, aunque dispusiera de una mente lo suficientemente preclara como para arrancar la ridícula banderola de barras y estrellas que ondeaba en el carricoche para obesos.
En la siguiente y última entrega de este artículo, comeríamos a lo grande. Para no desentonar.
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