Kioto: un parque temático lleno de turistas que te aleja del verdadero Japón
Japón es uno de mis países favoritos. Es como aterrizar en Marte, o en alguna isla perdida en el Pacífico Sur, pero sin renunciar a todo el confort y las comodidades del Primer Mundo. Es como hacer una clase avanzada de sociología mientras te deleitas con una gastronomía extraordinaria, detallista y hasta cuqui (ese bento).
Sin embargo, en aras de buscar el Japón más auténtico, podemos darnos de bruces con el artificio, la recreación, el parque temático de un Japón que fue y ya no es, o mejor dicho: de un Japón que nunca fue para que el turista medio regrese a casa con sus fotos de recuerdo. La ciudad paradigmática en ese sentido es Kioto, un lugar que tenía muchas ganas de descubrir pero que me ha decepcionado enormemente.
Artificio y simulacro
Escribo estas líneas precisamente in situ, es decir, desde Kioto. Estoy en el hotel, a pocos minutos de ponerme a desayunar. Ayer me deleité con un okonomiyaki que quitaba el sentido. Vengo de pasar unos días en Osaka, una ciudad que me ha encantado y que, irónicamente, no suele aparecer entre las preferencias de los turistas (siendo, como es, la segunda ciudad más grande del país).
Es decir, que estoy viviendo la experiencia nipona desde todas las vertientes que puedo. Incluso me pierdo horas y horas en sus centros comerciales y adquiero productos de todo tipo dando pábulo a mi vena consumista. Pero Kioto no me ha gustado. O matizo: no me ha gustado tanto como me gusta Japón.
Me ha recordado a Las Ramblas de Barcelona. A Marina D´Or. A Port Aventura. Al centro de Praga. Es decir, a recreaciones para turistas. A cartón piedra. A escenario que eclipsa lo que de verdad quieres ver (si es que eso es posible). Simulacros para que las riadas de turistas venidos de todo el mundo, sobre todo de China, vivan una experiencia memorable, recorriendo todos a una, gregarios hasta el límite, los circuitos perfectamente delimitados por los templos, la calle de las Geishas, las ascensiones cruzando cientos de toriis, etc.
No, este no es un artículo para quejarme sobre el exceso de turistas. Si hiciera eso estaría tropezando, como ya os conté, en una contradicción. Este es un artículo para contrastar con vosotros mi propia perplejidad: el asombro de una ciudad que no me ha transmitido demasiado parangonado con el aluvión de epítetos laudatorios que he oído de la ciudad por parte de amigos que la han visitado.
Pondré algunos ejemplos. He recorrido Gion Street y Pontocho de arriba a abajo. ¿He visto geishas? No, lo que he visto son turistas disfrazadas de geishas que se hacían selfies con el iPhone. Lo que me sorprendía era la cantidad de gente que les tiraba fotos pensando que eran geishas de verdad. Bueno, no me sorprende tanto: en los parques temáticos también se tiran fotos de los polinesios o los vaqueros cuando solo son actores disfrazados. Lo que me temo es que quienes tiraban las fotos creían sinceramente que estaban inmortalizando un vestigio del Japón más tradicional.
He recorrido otras calles, todas llenas de turistas, grupos de turistas, super grupos de turistas, chinos vocingleros, occidentales chonis, que entran y salen en tiendas donde casi en exclusiva se venden souvenirs a peso. He visto una invasión mercantilista. Es irónico que algunas personas echen pestes de pasar el día en un centro comercial comprando cosas y venga aquí a hacer exactamente lo mismo.
Si he hecho una foto de un templo o un torii raro es que en la foto no aparezca un turista, también, haciendo la foto o haciéndose la foto, en un juego fractal muy irónico. Da igual que no quieras hacer fotos, da igual que solo quieras contemplar el Japón más tradicional: lo que ves es solo gente. Como en unos grandes almacenes en día de rebajas. Todo mercantilizado. Merchandising a tope.
Seguramente, si uno busca tradición y vestigio, deba acudir a algún pueblo perdido donde no hay tiendas para turistas. Ese lugar no es Kioto. Porque, incluso, el simple hecho de buscar la belleza de un sendero tachonado de bambú o la exuberancia de los cerezos en flor se convierte en un grand prix en el que debes driblar a hordas de turistas, soportar la forma superficial y naïf en la que el turista medio se toma un selfie. Lo que ves no es Japón: ves al turista en la versión más chabacana del término. Te ves, de hecho, a ti mismo reflejado, y acabas por preguntarte: ¿qué hago aquí? ¿Soy como ellos? ¿Qué diferencia hay, diferencia real, entre visitar Disneyland y esto más que un supuesto relato?
Quizá estoy sacando las cosas de quicio. Tal vez soy muy tiquismiquis. Puede ser que le dé demasiada importancia a cosas que no la tienen. Que incluso mi discurso desprenda cierto tufo esnob y elitista (¿acaso no soy un turista más y hago fotos igual que todos?). Pero necesita compartir esto con vosotros. Por si hay más gente como yo, el tipo de gente que se sintió ligeramente estafada paseando por el centro de Praga o por las Ramblas de Barcelona. Yo, personalmente, hubiera agradecido encontrarme con un texto como éste antes de coger un tren hacia Kioto. Más que nada para evaluar que quizá no es tan buena idea pasar más de dos o tres días en esta ciudad.
Con todo, para que este artículo no quede como una muestra hater de Kioto, advertiré que hay algunas cosas que sí que me han gustado mucho de la ciudad. Dos, para ser más concretos. El Mercado de Nishiki, donde uno puede probar delicias gastronómicas a pie de calle (pero sin andar, que es de mala educación, mientras comes) y la estación de Tren de Kioto, uno de los edificios más grandes e hiperbólicos de Japón, un monstruo hi-tech con más de cincuenta restaurantes y centenares de comercios... decenas de plantas, pasillos alambicados que recuerdan a un hormiguero... una ciudad dentro de otra ciudad.
Por lo demás, me vuelvo a Osaka. Al menos allí no siento que me estén vendiéndome la moto mientras a dos centímetros de mi oreja oigo a un turista de todo a cien con una voz tremendamente similar a la de Belén Esteban.