No sé lo he mencionado en la anterior entrega de este artículo, pero yo nunca había salido de España hasta aquel momento. Y la Península, a decir verdad, me la conocía poco. Los sitios típicos, las playas tópicas, los museos y los espectáculos comunes. Sí había viajado a través de los libros, que es una forma tan legítima de viajar como cualquier otra, bien que descubrí que las letras nunca son capaces de transmitir los detalles; al menos no todos. De esta forma, había viajado a Alemania en más de una ocasión, en efecto. Pero los detalles más nimios se me presentaron nuevos e insólitos, fundamentales en aquel viaje transpirinaico de reconciliación con mi padre.
Por ejemplo, el sonido argentino que se producía cuando orinabas en un retrete de la estación de trenes de Mainz, ya que éste consistía en una cubeta metálica engastada en una estructura de mármol. Además, aquellos escusados estaban tras unas puertas que remedaban las de una cámara frigorífica, o la compuerta presurizada de un avión.
Otro ejemplo. En el apartamento de mi padre descubrí el generalizado sistema de apertura de las ventanas, nada que ver con la típica hoja abatible que conocía de España. Aquí, con un giro de maneta, podías abrir la ventana como aquí, pero, si lo deseabas, con otro giro se engarzaban los goznes de tal forma que la hoja se abría por arriba como las valvas de una almeja. Así se aireaba la estancia sin que el viento hiciera golpear la hoja.
Así pues, conocía gracias a los libros el einsteiniano Deutsches Museum, la etílica Oktoberfest o el disneyniano castillo de Neuschwanstein. Pero ignoraba todo lo demás, la colección de insignificancias que le otorgaban entidad a Munich. Desconocía el sabor de una Augustiner o una Hofbrau, por mucho que leyera sobre ellas, así como estéril me resultan las acepciones de amargo, dulce, salado y ácido sin haberlas catado antes. Hay cosas que sólo se aprenden con palabras. Otras, sólo con hechos.
No obstante, todas estas consideraciones se me revelaron con el tiempo. En aquel primer viaje sólo las intuí, y también me empeciné en negarlas. Porque justificaban la actitud nómada de mi padre; porque justificaban, en parte, que se hubiera marchado de nuestro lado.
Decidí perderme por la ciudad; o, mejor expresado, por sus enormes parques. Necesitaba airearme y pensar, y aunque enseguida advertí que la urbe muniquesa era tranquila y pacífica, sin apenas vehículos a motor, sin masificaciones, sin ruidos estridentes, no me apetecía cruzarme con nadie. Y los parques de Munich gozaban de esa virtud: por según qué senderos resultaba harto improbable toparse con otros transeúntes.
Mi objetivo era el Englischer Garten, a nada menos que cinco kilómetros de distancia.
Las farolas, los bancos de madera, hasta el mismo laberinto de caminos, se hallaban en perfecto estado de mantenimiento. Tan pulcros que parecían recién estrenados. No conocía yo parque ni jardín español en semejante estado de conservación.
Tomé una laugenbrezel para desayunar en un puesto que encontré cerca del Jardín Inglés. Un desayuno muy soso para mi gusto, por cierto. A nivel gastronómico, los alemanes no nos llevaban ninguna ventaja.
El Englischer Garten era inabarcable. Varios riachuelos con patos y cisnes surcando la superficie hendían la alfombra de césped. Sin olvidar los innumerables senderos de tierra, caminos adoquinados, puentes de madera y encrucijadas filosóficas. Un auténtico laberinto edénico para extraviarse en él y no regresar jamás.
Al fin, llegué al Bier Garten que figuraba en mi plano. Grande, lúdico, pintoresco, contrito. Típicamente bávaro. Las mesas de madera cubrían una gran extensión de terreno, y muchas estaban ocupadas por clientes que sostenían grandes jarras de cerveza. Entre ellos, también localicé a alguna que otra jubilada.
Las mesas se arracimaban todas en torno a un edificio circular semejante a una pagoda. Desde el balcón de su planta superior, como si fueran marionetas del carillón de Marienplatz, una orquesta ataviada con el traje clásico bávaro amenizaba el desayuno. Tocaban piezas que me sonaban, aunque versionadas con un estilo hortera y entrañable a un tiempo. Otros tres edificios aledaños surtían de comida y bebida en modo self service.
Me adentré en aquel ambiente que remedaba al de un parque de atracciones y pedí un café solo, un espresso. Ein klein kaffe, me dijeron. Casi dos euros. Definitivamente, la hostelería de Munich no estaba al alcance de todos los bolsillos.
Ya no me sentía desubicado. Ya no me arrepentía de haber viajado hasta Alemania, aunque fuera para reencontrarme con mi padre.
Respiré hondo y me terminé la taza de café. A continuación, extraje de mi mochila un cuaderno de tapas de cartoné y mi fiel pluma estilográfica, con el ánimo de dejarme transportar por el momento. Me hallaba henchido de inspiración. Me apetecía escribir todo lo que estaba descubriendo en aquel viaje. Descapuché la estilográfica y acaricie el papel en blanco, justo debajo de la última línea que había escrito la noche antes de salir de Madrid, una noche de insomnio.
Y escribí todo lo que habéis estado leyendo hasta ahora. Sobre mi padre. Sobre Alemania.
En Diario del Viajero | El día que me reencontré con mi padre, y el día que descubrí Alemania (I)
En Diario del Viajero | Munich: ciudad surfera
Fotos | Sergio Parra