Todos los viajeros, en alguna ocasión, han experimentado lo que voy a describir: llega a las ruinas de la ciudad inca de Machu Pichu, por ejemplo, y siente que hay demasiados turistas, que se está saturando el lugar, que se está pervirtiendo su pureza. Y, encima, no muy lejos, es posible que uno pueda comprar Coca Cola, o quizá haya una franquicia de McDonalds homogeneizando el entorno.
Esta sensación, de hecho, cada vez es más frecuente. Porque los lugares están perdiendo exclusividad a medida que la gente tiene mayor capacidad para viajar.
Por ejemplo, cuando yo era pequeño, recuerdo que viajar a Andorra era como viajar a otro mundo: comida que nunca había visto en los supermercados, cachivaches electrónicos innovadores y tremendamente baratos, artículos de tamaños más grandes de los normal, etc. Recuerdo, además, que todos viajábamos a Andorra y regresábamos con los coches llenos de cosas bien escondidas, para evitar que en la aduana nos las requisasen. Porque en Andorra había cosas que no existían en España.
Y antes había ciertos tipos de cerámica francesa que solo podía encontrarse en unos pueblos franceses muy concretos. Y en Islandia no había McDonald´s.
Y es que, a la mayor facilidad para viajar, se suma otro factor: la globalización. No hace muchos años, en un supermercado español no podía encontrarse pan de pita, por ejemplo. Ni tampoco cebolletas. Ahora uno puede encontrar alimentos de todos los rincones del mundo, hasta el punto de que viajar ya ha perdido un poco de aliciente, al menos en el sentido gastronómico. No en vano, los supermercados americanos, desde 1970, han pasado de un promedio de artículos disponibles de 3.000 a más de 8.000. Todos diferentes. ¿Nunca habéis entrado en un Whole Foods? Si lo hacéis, encontraréis de todo. Casi como si viajareis a todos los países del mundo.
Sin embargo, como este proceso se está produciendo en todo el mundo, un viajero empieza a darse cuenta de que cada vez hay más sitios que se parecen entre sí. Hasta el punto de que los viajeros que aún encuentran lugares puros e intocados, tratan de no darles demasiada publicidad a fin de que no se mancillen con la avalancha de voraces visitantes globales.
Esta frustración es muy legítima, yo mismo la siento a menudo. Cuando viajo a un barrio tradicional de Pekín no quiero encontrarme un luminoso cartel de Burger King. Sin embargo, ay, me temo que quejarse por esta tendencia es injusto, además de estéril.
Tal y como señala el filósofo Joseph Heath en su libro Rebelarse vende:
Pero si los chinos quieren comer Big Mac, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo? Estaría bien que China hiciera un mayor esfuerzo para mantener la pureza e integridad de su cultura, pero ¿quiénes somos nosotros para dar lecciones? Al fin y al cabo, nos encanta que haya tantos restaurantes chinos en nuestro país.
Además, quejarse de la afluencia de turistas, a juicio del filósofo Julian Baggini en su libro La queja, es un error que nace de nuestro egocentrismo, una queja contraproducente. En Machu Pichu quizá pensemos que debería controlarse mejor el flujo de visitantes, pero entonces es probable que nosotros no lo hubiéramos visitado: ¿por qué tendríamos que pensar que nos tocará formar parte de los visitantes que merecen ese privilegio?
Tal vez pensemos que erigir obstáculos detendrá a los demás pero no a nosotros, lo que implicaría hacer suposiciones injustificadas acerca de las motivaciones ajenas. Un turista pudiente supondrá que una regulación más estricta mantendrá lejos a los detestables mochileros, y estos asumirán que hay que prohibir las excursiones en autobús.
Es decir, que nuestras quejas como viajeros suelen estar mal enfocadas o nacen solo de nuestra propia frustración, pero no tienen en cuenta a las demás personas. Los viajeros quieren encontrar lugares prístinos e intocados, pero luego, al llegar a casa, quieren comer curry o vino francés, mientras suena una banda de bossa nova brasileña. No queremos que todos los demás sean como nosotros porque, entonces, serán culturalmente mestizos. Pero no queremos para poder disfrutar de ello. Sin embargo, ellos tienen tanto derecho como nosotros a prosperar culturalmente o, si lo preferís, a disponer de tanta oferta cultural como nosotros.
O dicho de otro modo: si te quejas de que hay demasiados turistas en el Machu Pichu, quizá deberías ser el primero en dejar de ir al Machu Pichu.
Esto nos resulta difícil de aceptar porque en Occidente nos hemos convertido en yonquis de las nuevas experiencias; leemos listados, en libros y revistas, de los cien lugares que hay que visitar o las cosas que tenemos que hacer antes de morir y nos entra la paranoia porque hasta ahora solo hemos marcado diez. Aceptar que tendremos que conformarnos con menos es inquietante porque exige reconocer que la finitud de nuestra existencia significa que muchas puertas nunca se abrirán para nosotros.
Si queréis profundizar un poco más en las paradojas de la diversidad cultural y su control, os recomiendo la lectura de mi serie de artículos de Papel en Blanco ¿Realmente estamos viviendo una americanización de la cultura?
Fotos | Enrique Íñiguez Rodríguez | Martin St-Amant