Me encanta viajar en coche. Tal vez no sea la mejor forma de explorar el mundo con cierta minuciosidad, pero no importa. El viaje en coche, en sí mismo, lo considero una actividad complementaria al destino, que es el que pretendo explorar. La tránsito entre mi casa y el lugar de destino consiste simplemente en conducir, en quemar neumático, consumir gasolina, escuchar música, notar que te alejas de todo y te internas por lugares nuevos. Como en una road movie.
Esta sensación se magnifica cuando conduzco de noche. Entonces parece que esté viajando en una nave espacial. Cuando todo el mundo duerme, yo desaparezco, lejos, lejos. No veo nada, salvo la bituminosa oscuridad punteada de luces y estrellas. Y cuando te detientes en una área de servicio a repostar o a comer algo, la gente nocturna con la que te encuentras te suscita curiosidad: ¿dónde irán a las 3 de la mañana? ¿Escaparán de algo? ¿Solo es trabajo? Todos hermanados en la noche.
Esta descripción podría ser cualquier descripción de uno de mis tantos viajes nocturnos, que obraron como escapatoria de algo, como búsqueda, como simple sensación de movimiento, como forma de llegar a algún sitio lejano.
Dejé atrás una glorieta y enfilé el desvío que se internaba en la carretera nacional, incorporándome a la riada de vehículos. Había caído la noche, y enseguida crucé un trayecto oscuro, únicamente iluminado por los faros de los coches, que comenzaron a escasear en aquella zona. Parecía que avanzase por un túnel negro. Frente a mí se disponía una miríada de puntos rojos pupilares, una jauría de vehículos ignotos acechándome con sus ojos brillantes, como murciélagos en una caverna, desplazándose sinuosamente de un lado al otro, escrutándome. De súbito, uno parpadeó en ámbar, se decidió a cambiar de carril, o pretendía arremeter contra mí y morderme la yugular. Detrás de mí, todo luz blanca procedente de los faros de otros coches, toda lechosa excepto por algún seguidor de la cultura tuning, que se desmarcaba con cuatro faros azulados.
Sí, la carretera es como la vida. Nos complace que ésta disponga de un buen firme, que nos indique el camino, que nos dirija para evitar extraviarnos a través de su trayectoria definida y estable, obligándonos a seguir vías determinadas de antemano como bólidos en una pista de Scalextric. Cuando era pequeño y viajaba en coche, mis ojos siempre se perdían más allá del asfalto. Se aventuraban a especular qué maravillas se agazaparían tras aquella colina, entre los árboles de aquel tupido bosque, en las profundidades turbias de ese otro lago.
¿Dónde desembocaría aquel camino de tierra? ¿A una casa abandonada? ¿Al castillo del conde Drácula? ¿Al infinito? ¿A un despeñadero que terminará con nuestro recorrido? Perderse por veredas sin señalizar, sin límites de velocidad, sin semáforos, sin líneas que delimiten el camino. La libertad de transitar regiones nunca transitadas, de hollar la nieve virgen, de descubrir los confines del mundo. Mis ojos se perdían en viviendas inhóspitas más allá del asfalto, a las cuales ignoraba cómo accederían sus propietarios.
Y para seguir filosofando, os recomiendo el libro El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, de Philippe Delerm, para apreciar en toda su amplitud el placer de viajar de noche en tu propio coche. Por ejemplo, os copio este fragmento:
Es extraño el coche: a la vez es como una casita familiar y como una nave espacial. Al alcance de la mano, unos caramelos mentolados de regaliz. Pero en el cuadro de mandos esos polos fosforescentes de color verde eléctrico, azul frío, naranja pálido. Ni siquiera necesitamos la radio (tal vez la pongamos luego, a medianoche, para escuchar las noticias). Resulta agradable dejarse seducir por ese espacio. Por supuesto, todo parece dócil, todo obedece: el cambio de marchas, el volante, un toque de limpiaparabrisas, una ligera presión en el elevalunas. Pero al mismo tiempo el habitáculo nos maneja, impone su poder. En ese silencio acolchado de soledad, nos sentimos casi como en una butaca de cine: la película desfila ante nosotros y parece lo fundamental, pero la imperceptible levitación del cuerpo produce una sensación de dependencia consentida, que también cuenta lo suyo. Fuera, en el foco luminoso de los faros, entre el guardarraíl de la derecha y las matas de la izquierda, reina la misma quietud. Pero si abrimos el cristal de repente, el aire exterior abofetea nuestra semisomnolencia: resurge la velocidad brutal. Fuera, los ciento veinte kilómetros por hora tienen la densidad compacta de una bomba de acero arrojada entre dos guardarraíles.
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