Embajada a Samarcanda. Georgia. Museo de Stalin

Embajada a Samarcanda. Georgia. Museo de Stalin
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Estoy en Gori, Georgia, el pueblo donde nació Stalin y donde tiene dedicado un museo. El museo es un auténtico delirio. No hay asomo de crítica o censura, es como si Hitler tuviera un museo en su pueblo. Aquí no ha habido perestroika, ni revisión histórica, ni caída del Muro, ni paz, piedad y perdón. Esto es droga dura y se mantiene inalterada desde los tiempos oscuros de la época de las purgas, las deportaciones y el GULAG.

Stalin, hijo único y cruelmente maltratado por un padre alcohólico, gobernó la Unión Soviética con mano de hierro desde 1929 hasta su muerte en 1953. Aupado por Lenin a un cargo político aparentemente hueco, fue maniobrando incluso antes de la muerte de su mentor hasta hacerse con el poder absoluto. Lo usó como un depredador despiadado en busca de su supervivencia a toda costa. Deportó pueblos enteros y purgó a cualquiera del que sospechara desafección.

La institución la fundó el mismo Stalin en la calle donde estaba su humildísima casa de niño. Derribó el barrio primitivo y construyó un mamotreto de cemento para mayor gloria suya, pero, romántico él, mantuvo en pie la vivienda familiar como testimonio de la dureza de su infancia. Su padre era zapatero y su madre, ama de casa. Como tantos otros chicos, pienso yo, que prefirieron ser zapateros y casarse con un ama de casa antes que asesinar a millones de persona y deportar otras tantas. Aquí esa fruslería parece no importar demasiado. Su rostro se repite en decenas de fotografías. Es el retrato de un héroe que se fugó cinco veces de las prisiones en que lo encerraron.

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Durante años la propaganda anticomunista le imputó entre cuarenta y sesenta millones de muertos. Se ha demostrado que tales cifras eran falsas. Lo verdaderamente grave de la exageración es que parece hacer menos grave el dato contrastado según los propios archivos soviéticos. Un millón cuatrocientos mil rusos murieron por haber sido condenados por actividades antirrevolucionarias. Eso es sin contar a los campesinos deportados y los soldados muertos en el frente en campañas bélicas suicidas o ejecutados por deserción o derrotismo. Lo realmente terrible es que la inflación de estas cifras nos haga sentir menos horror ante un millón de muertos que ante cuarenta.

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Nada se dice, sin embargo, de sus horrendos crímenes, pero sí se expone el tren personal del dictador con sus aposentos, sobriamente principescos. Paseando por el interior del vagón, observando los delicados cueros y maderas con los que se regalaba Stalin, pienso en que hay algo en todo este sencillo lujo que me recuerda a Graceland, la mansión de Elvis Presley en Memphis. Él también tenía su propio y particular modo de transporte, aunque en su caso era un avión a reacción llamado Liza Marie con las hebillas de los cinturones de seguridad hechas de oro macizo. Con dos cojones. Le comento a la guía este paralelismo y adopta expresión de no entender a qué carajo me puedo estar refieriendo al comparar al camarada Stalin con un rockero americano, aunque el hecho cierto es que al menos sí sabe quién fue Elvis Presley. Algo es algo. No todo está perdido en Gori.

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