Al despertar en una casa rural de la Camargue encontré el día gris y lluvioso. Me metí en el aguacero vestido con mi mono amarillo y en apenas dos horas estaba en Orange. Localicé el hotel Formula 1, célebres por ser los más baratos y por 30 euros me dieron un cubículo de dimensiones aceptables, un baño compartido y una wifi bastante buena. Para mí, el paraíso aunque a través de la ventana se viera un cielo blanco y una barriada humilde. Aproveché para ponerme al día con mis muchas tareas pendientes. Un vídeo, seguir con el libro de Asia Central que espera con impaciencia mi editor y responder a mil mensajes y correos. Al atardecer, me dirigí al Teatro Romano más antiguo de Francia. Metí la moto dentro y dos mil años nos contemplaron.
Un nuevo día y de nuevo el sol. Radiante, espectacular. Menuda primavera loca la de este año. Hoy iría al Cañón de Vendón por unas carreteras increíbles, vacías y reviradas que atravesaban una campiña en sazón de colorido y frescor. Paré en una finca rústica y allí me dieron de comer las viandas típica: paté de aceitunas negras, quesos y salchichones varios. Y pan, un pan fabuloso como el que solo los franceses saben hornear. Luego seguí ruta hasta el recóndito pueblecito de Moustiers-Sainte-Marie, un auténtico paraíso entre montañas asomado al lago de la Santa Cruz.
La siguiente etapa me llevó a través de los Alpes marítimos, los que protegen la Costa Azul. De modo que hubo dos partes muy diferentes: la alpina y la marítima. La primera fue deliciosa recorriendo unos parajes montunos y agrestes, casi vacíos de gente. Según fuimos descendiendo la carretera mejoraba y en las curvas se abrían en amplios giros y peraltes. Al llegar a la Costa Azul se puso a llover y el tráfico enloqueció. Sobre todo en Mónaco, un país diminuto donde los deportivos no pueden pasar de treinta por hora. Allí me recibieron en el concesionario de BMW para ofrecerme canapés y champán. Resultaba un poco surrealista estar allí, en el templo del lujo, con la motos sucia y la ropa mugrienta.
Dejé Mónaco atrás bajo el aguacero y poco después llegué a Italia. Me decanté por dormir en Spotorno. Allí encontré un hotel sobre una colina con vistas al mar. El lugar es confortable aunque algo anticuado y decadente, pero es Italia y a mí me encanta Italia. Al despertar contemplé un mar calmo bajo el sol. Olía a pizza y a expresso. Olía a Italia. Me sentí feliz. Mi sitio es sobre mi moto y realmente tengo ganas de empezar a meterme de lleno en mi viaje y ser el único jefe de mi expedición.
Como le grité al viento mientras aceleraba para alejarme: “Hoy es el primer día del resto de mi vida”
Fotos:Miquel Silvestre
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