Después de abandonar el mágico desierto del Big Bend dejé atrás las pequeñas localidades texanas de Alpine, Fort Davies y Pecos. Circulando entre pozos petrolíferos que parecían martillear el suelo entré en el estado de Nuevo México, árido territorio que una vez fue la provincia española de Sonora. Por la estatal 285 atravesé Loving, pueblo feo de precioso nombre. Me detuve en Carlsbad para tomar un burrito mexicano y beber algo de agua que diluyese el polvo del camino depositado en mi garganta. Hice noche en Roswell, donde aseguran se estrelló un ovni en 1947. Se dice que el Ejército silenció el suceso y ocultó la grabación de la autopsia alienígena que circula libremente por Youtube. Como no podía ser de otro modo, los habitantes de la localidad han hecho pingüe negocio de la leyenda urbana. Pero si hay marcianos en Nuevo México, son de carne y hueso.
Salí en dirección oeste por la 70 en dirección a un lugar de curioso nombre: Picacho, como el personaje de dibujos animados japoneses. Sobre las montañas pobladas de coníferas hacía un frío polar a pesar del sol. Era la reserva de los indios apaches mescaleros. Al descender apareció una llanura de arena blanca que parecía nieve. Era el Parque Nacional de White Sands y Alamogordo, donde ensayaron las humanitarias bombas atómicas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial. Los carteles advertían del peligro de radiación. Otros eran casi más inquietantes: «prohibido recoger autoestopistas, prisión en las cercanías».
Al atardecer llegué a Las Cruces, ciudad sobre una altiplanicie. Cordilleras abruptas y peladas se elevaban al Sur. Al día siguiente dejé atrás El Paso y volví a coger la interestatal 10. En Deming me desvié hacia el Sur buscando calor. El territorio es desolado, amarillo, reseco. Sólo hay vacas y los coches verdes de la Policía de frontera. Me crucé una cuadrilla de vaqueros recogiendo ganado; llevaban con ellos un perro de tres patas. En Hachitas paré a repostar. Un mexicano me contó que la maestra les pegaba cuando hablaban español. Casi en la linde con México, aparece Columbus, un poblado diminuto que vivió su momento de fama cuando Pancho Villa realizó en 1916 una de sus correrías. La incursión le traería la muerte. Los estadounidenses organizaron una partida de caza que se pasó por el forro la soberanía mexicana. Las fotos de su cadáver, tendido semidesnudo en una camilla, recuerdan a las del Che Guevara muerto en Bolivia.
Entré en Arizona a través del Bosque Nacional del Coronado. Poco a poco, la carretera se convirtió en una pista sin asfaltar que sube por la falda de una montaña empinada. Los carteles anunciaban que eran 19 millas de rough road. Ascendí hasta los 7.500 pies por una senda pedregosa y escarpada que a veces se transformó en espeso barrizal. Después de dos horas de conducción enduro desembocamos en una senda amarilla que al poco nos llevó hasta el asfalto. Ya no sentía el frío. Desde la planicie de Nuevo México y tras esta última montaña, el descenso ha sido continuo. Estaba mucho más próximo al nivel del mar y el termómetro me daba un respiro.
En el sur del estado está la ciudad de Tombstone y luego Tucson. Son nombres que recuerdan las películas sobre la conquista del Oeste. Pero para cuando John Wayne se fijó en esa epopeya, el Oeste ya lo habían conquistado los españoles con menos colts y más agallas. El verdadero conquistador de estas salvajes tierras fue Juan Bautista de Anza, quien nació en 1763 en el actual México, cerca de Arizpe. Anza fue el primer blanco que consiguiera penetrar por vía terrestre desde el sur de Arizona hasta el Océano Pacífico, en la Alta California, en una odisea de 1.200 kilómetros que ríete tú de la Anábasis de Jenofonte y sus 10.000 griegos por Persia. Por lo menos los yanquis le han reconocido la gesta a través del Anza Trail.
No es para menos. Con 24 años, Anza ya era capitán. Ambicioso y sabedor de que hasta la Alta California sólo existía una ruta por mar, en 1774 marchó con 20 soldados, 3 curas y 140 caballos a través de un pelado e ignoto desierto, territorio de los indios yuma y de las serpientes de cascabel. Este arenoso e infinito páramo se llama hoy de Anza-Borrego y es un parque estatal. Tras grandes penalidades y trabajos, el capitán español llegaría con todos sus hombres hasta las costas de Monterrey. En una segunda expedición llegaría hasta el corazón de esa gran la bahía que él llamó de San Francisco, que sin duda se hubiera llamado de San Javier si Carlos III no hubiera expulsado a los jesuitas, ocupando los franciscanos su lugar en las misiones.
Al norte del estado está uno de los lugares más increíbles del planeta. Un hachazo telúrico en la piel del desierto abierto por un diminuto río. La sensación de pequeñez que embarga al viajero al asomarse al cráter sin fin del Gran Cañón sólo es comparable a cuando en la soledad de la noche uno se para a pensar en el infinito y la eternidad. No hay dimensiones humanas en el Gran Cañón, es como una inmensa broma jugada a los hombres para que se sepan débiles y mortales. De nuevo, los españoles les tomaron la delantera a los meapilas puritanos del Mayflower. El primer europeo en ver semejante maravilla geológica en 1540 fue el suboficial García López de Cárdenas, adelantado de la expedición de Francisco Vázquez de Coronado, cuyo grueso llegaría hasta Kansas. Como premio por el descubrimiento, y por no haber podido cruzar el cañón, obtuvieron un flamante consejo de guerra.
De Sedona dicen que es el lugar más bello de Norteamérica. Después de visitarlo no me parece una exageración. El camino hasta el pueblo atraviesa un bosque tupido, desciende abruptamente por unas curvas de montaña y termina siguiendo el curso de un riachuelo agitado. Los luminosos colores dorados del otoño alegran el ánimo del viajero. Las montañas rojas y los senderos arcillosos han atraído desde antiguo toda clase de artistas, iluminados y neohippies. Sedona está lleno de pirados zen. En el motel, la recepcionista se hace llamar reverenda Kate. Tiene su propio culto ecléctico y se dedica a matrimoniar gente en estos extraordinarios parajes. Cené en el Cowboy Club aperitivos de serpiente de cascabel, hamburguesa de búfalo y cerveza de grifo local. La serpiente es como dados de pollo empanado. La hamburguesa me la recomiendan poco hecha y resulta deliciosa. Pero como es habitual por aquí, la cerveza no tiene gas ni alcohol. Hay que aguantarse. El vino tinto no estará disponible hasta que llegue a California.
Fotos:Miquel Silvestre
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