Despierto en mi cabaña frente al mar. Aún aturdido por el sueño recuerdo que estoy en La Isla de Vancouver, en la localidad de Tofino, bautizada así en honor del Almirante Vicente Tofiño, director de la Escuela de Guardamarinas de Cádiz, científico y uno de los responsables de que la Armada Española de finales del siglo XVIII acometiera la última gran empresa exploratoria de una nación en imparable decadencia: las expediciones a Alaska y la búsqueda de un paso septentrional al Atlántico. Descorro las cortinas de la cristalera. Una luminosidad cenicienta invade el básico dormitorio. Sigue lloviendo. Una lluvia translucida y fina que abrillanta los perfiles. Preparo un reconstituyente en la cafetera eléctrica y salgo a correr por la playa. Desolada y llana, con la marea baja y este frío matutino, aparece desierta, casi irreal. A trote vivo alcanzo pronto sus extremos cerrados por grandes peñas.
Correr es para mí otra forma de explorar. No soy un gran atleta, pero sí mantengo cierta resistencia de tozudo. Suelo trotar durante una hora y así veo detalles que sobre la moto pierdo, como la forma de los guijarros o el interior de los jardines de estos unifamiliares americanos. Por casualidad descubro un sendero de grava que acaba en un mirador sobre la ría. Es el Tofino Mud. Un extensión inacabable de fango plano enmarcado por altas montañas nevadas al fondo. Veloces aves marinas sobrevuelan el desierto de cieno buscando moluscos o crustáceos que asomen la cabeza más de la cuenta. No le veo final al páramo. Vuelve a admirarme esta naturaleza desmedida. América está enferma de gigantismo paisajístico.
Regreso, me ducho, desayuno, recojo, monto y me voy. La isla no tiene una carretera que recorra el litoral oeste. Tengo que regresar por donde vine ayer para coger de nuevo la autopista. Viajo en dirección Victoria. La otra gran ciudad del sur. Dicen que es más inglesa que una ciudad inglesa, pero yo no voy a comprobarlo. Mi objetivo es seguir encontrándome con nuestra Historia. El destino de hoy es Port Renfrew, en la costa oeste, al final del Estrecho de Fuca, llamado así por Juan de Fuca, otro de nuestros grandes exploradores olvidados, aunque el caso de Fuca, nacido en Grecia como Ioanis Foka, es bastante particular y no sé si me hallo ante un héroe incomprendido o ante un impostor afortunado.
Port Renfrew es una aldea que malvive del turismo de naturaleza que visita el Juan de Fuca Botanic Garden, hace trekking o recorre la ría. En el motel Trailhead pregunto el precio de la habitación.
—100 dólares—contesta la dueña, una mujer madura que cojea y que no me pide ninguna prueba de identidad. Esto es Canadá, uno de esos lugares donde en los hoteles te admiten confiando solo en tu palabra de que eres quien dices ser.
—¡My God—exclamo—, eso es muy caro!
Ella me mira con interés. Sin duda los clientes habituales no protestan de este modo, pero yo lo hago ya por sistema. Siempre me quejo del precio de los hoteles, restaurantes, mecánicos o repuestos. No siento vergüenza alguna. Todo me parece caro. Cuando se vive como viajero, cada céntimo es importante. Es la diferencia entre salir de viaje y vivir en el viaje. Yo tengo un presupuesto y un billete de regreso. Regresaré cuando se me acabe el dinero y no consiga más con patrocinios o publicaciones. Por eso siempre todo me parece caro. Protestar no siempre funciona, pero a veces sí y con que lo haga una vez, la rebaja compensa la vergüenza (que no tengo).
—¿Pagará en metálico o con tarjeta?—pregunta ella.
¡Bingo!
—En metálico. Y no necesito recibo.
—Ok—dice guiñando el ojo—, entonces 80.
Al día siguiente el cielo está gris y chispea. Subo una empinada colina. La carretera está hendida en el bosque compacto de cedros y coníferas. Tienen algo de telúrico estas selvas frondosísimas y espesas. Impenetrables. Ominosas. Húmedas. Alcanzo la cima. Hay un enorme cartelón. Botanical Garden Juan de Fuca. Se supone que fue el primer europeo que navegó estaS aguaS al servicio de Felipe II. Las órdenes dadas por el Virrey de la Nueva España eran intentar encontrar el mítico Estrecho de Anián que uniría el Pacífico con el Atlántico. Desde que Núñez de Balboa cruzara a puro huevo el istmo de Panamá y se enfrentara al gran océano Pacífico, todos los esfuerzos se centraron antes en hallar un paso navegable que en colonizar el Nuevo Mundo. Las especias seguían siendo la prioridad y en América no estaban.
Magallanes descubrió un paso al sur, el Cabo de Hornos, pero era muy complicado y peligroso. Tal vez hubiera uno más fácil al norte. Y eso fue lo que vino a buscar nuestro Juan de Fuca por aquí. Se supone que en 1592 encontró y navegó este estrecho que tengo delante y que él tomó equivocadamente por el auténtico camino al Atlántico. Regresó a Acapulco y alegando su descubrimiento pidió mercedes y prebendas que nunca le fueron concedidas. Enfadado, puso proa a España donde en la Corte de Felipe II tampoco se le hizo mucho caso. Entonces tomó contacto con un inglés llamado Locke a quien contó toda la historia. Fue este Locke quien escribió el relato, añadiendo el pintoresco dato de que este decepcionado Juan de Fuca estaba dispuesto a enrolarse en la Armada de Isabel de Inglaterra.
No se tienen más noticias de este personaje hasta que en 1787 un capitán inglés, Barkely, navega el estrecho y le pone el nombre de Juan de Fuca en honor de quien se supuso fue el primero en hacerlo, aunque tanto en su descripción como en su ubicación geográfica comete errores de bulto, de modo que no pocos estudiosos dudan de que en realidad Fuca hubiera descubierto nada más que unas irresistibles ganas de enriquecerse contando milongas. Sea como fuere, el estrecho lleva su nombre y lo mismo este inmenso bosque asomado al mar. Y yo, que siempre he preferido a los perdedores y farsantes que a los glorificados héroes, creo que lo importante de las historias no es que sean reales sino maravillosas y extrañas, y la de Juan de Fuca me parece una de las más asombrosas que he encontrado en mi viaje. Por eso forma parte desde hoy del bagaje de la Ruta de los Exploradores Olvidados.
Fotos:Miquel Silvestre
En Diario del Viajero:Vancouver 2010. Las medallas olímpicas inspiradas en la orca