La estación más idónea para visitar el sur profundo de Norteamérica es el frío otoño. En noviembre, los infinitos bosques de Georgia y Alabama aparecen incendiados de luminosos verdes, rojizos y tejas. Los cielos están límpidos y despejados. De un azul compacto, espeso. Las interminables carreteras aparecen despejadas de turistas. La interestatal 10 cruza el sur de éste a oeste. Es una aburrida autopista de dos y tres carriles, soporífera para cualquier motociclista. En esta parte del país no hay muchas, pero intento desviarme por carreteras secundarias cada vez que tengo ocasión.
En Birmingham, Alabama, me detengo a tomar una café en una gasolinera. La cajera es negra, gorda y simpática. Al oír mi acento extranjero me pregunta de dónde soy. Le digo que soy español. Por su risueña expresión me doy cuenta de que para ella España está en el mismo limbo de ignorancia que la Luna, Uzbekistán o Canadá. En realidad le da igual de donde vengo, por alguna razón le caigo simpático y me regala una sonrisa centelleante de dientes enormes y blancos.
La ciudad de Birmingham es fea y enorme. Me quedo a dormir en otro de estos tristes polígonos comerciales del extrarradio donde están siempre los moteles baratos, las tiendas de electrodomésticos y las hamburgueserías más venenosas. Compro cuatro latas de aguada cerveza Budweiser y me meto en la habitación a comer, beber y escribir. Cuando me despierto, ha helado y sobre la moto hay una capa de escarcha. A las siete de la mañana el Mc Donald ya está abierto y despacha colesterol a los automovilistas más madrugadores.
Cojo la interestatal 20 en dirección oeste. Sin embargo, me paso el desvío previsto en los alrededores de Tuscaloosa y me voy en dirección equivocada más de diez millas. En una gasolinera destartalada me indican que debo ir hasta Aliceville por la comarcal 14 saliendo en Clinton. Bendita equivocación, es uno de los mejores tramos que haya hecho jamás. Es el sur puro, la jodida Dixieland en el technicolor radiante del otoño. La carretera es estrecha y circula entre bosques, iglesias metodistas y granjas de madera con la bandera nacional bien plantada. Los sabuesos duermen al sol y se levantan cansinamente al oír el motor de la motocicleta.
Consigo llegar hasta Columbus. De ahí tengo que hacer unas decenas de millas por la aburrida interestatal 82 hasta encontrar la Natchez Trace, una fiesta de color en un bosque espeso y precioso. La carretera circula paralela a un viejo camino abierto a duras penas entre la floresta para poder viajar de norte a sur. La abrieron los indios para perseguir bisontes y luego la usaron los colonizadores para perseguirlos a ellos. Carteles colocados por el departamento de interior informan de que miles de años atrás estas tierras estuvieron cubiertas por el mar y que de los sedimentos marinos proviene su extraordinaria fertilidad.
Tupelo es una típica villa sureña. Pacífica, amable y desdeñosa de todo lo que no sea ella misma. En ella nació Elvis Presley, quien la pondría definitivamente en el mapa aunque la ciudad no parece darse cuenta de ello y trata con cierto desprecio a su famoso hijo. La encargada de la farmacia es amable. Me recomienda apósitos y pomada antibiótica. Encuentro un motel bastante cutre, pero barato: 40 dólares. Tengo hambre. El supermercado está extraordinariamente bien surtido. Hay de todo. Y todo es grande. Enorme. Los paquetes de galletas son de tres kilos, los de manzanas de cinco y los panes pesan uno. Los filetes parecen media vaca y en la sección de bebidas almacenan hectolitros de refrescos.
Al día siguiente relleno de aceite el motor y me voy a visitar la casa natal de Elvis. Es un sitio absurdo pero con una mística casi religiosa. Han construido una iglesia y un museo. La historia es triste como un blues. El padre pidió prestados 180 dólares para construirla. Como no pudo devolverlos, la modesta vivienda fue subastada. El niño fue rodando sin mucho futuro hasta que, por consejo de su madre, compró una guitarra en lugar del rifle calibre 22 que tenía pensado.
De Tupelo a Memphis hay 100 aburridas millas por la interestatal 78 norte. Para llegar al downtown hay que atravesar varios anillos de la villa miseria negra que circunda cada urbe norteamericana; son los Estados Unidos de las casas desechables, los coches destartalados y los jóvenes ociosos en las esquinas que miran la moto alemana con ojos curiosos. No hay que temer un asalto si se viaja de día. A pesar de su leyenda oscura de violencia y drogas, Memphis hoy es una gran ciudad, moderna y dinámica, con constantes obras y trabajos que han desterrado los problemas de abandono y decadencia de los años 80.
Partiendo de la orilla éste del Mississipi está el sector más atractivo y vivo: Downtown, el estadio de los Memphis Grizzlies con el Museo de Rock and Soul anejo o el centro financiero con modernos rascacielos de oficinas y lujosos hoteles. Demasiado caros para mí. Un homeless sin dientes me recomienda un motel. El King Court. Le doy un dólar por la información. El motel es perfecto, 69 dólares, muy bien situado y confortable. Por la noche llamaron. Era un negro que decía ser personal del motel y pedía dinero. Le dije que no y le cerré la puerta en las narices. Me dormí inmediatamente.
Visita obligada es el puente De Soto sobre el Misisipi. El conquistador español Hernando Soto murió aquí y sus hombres lo hundieron a escondidas en el río. Nunca se ha podido determinar el lugar exacto. Habían hecho creer a los indios que era inmortal. También hay que ver todas las reminiscencias de los tiempos dorados del rock y el soul, como los estudios Sun Records, donde Elvis grabó su primer disco. También fue la casa discográfica de leyendas como BB King, Muddy Waters, Rufus Thomas, Carl Perkins o Jerry Lee Lewis.
Otro lugar de visita obligada es Graceland, la casa que Elvis compró a finales de la década de los cincuenta y en la que vivió hasta su muerte. Los fieles acuden por millones venidos de todo el mundo. Graceland es droga dura y al que no le guste pues que no venga. La entrada mínima son 27 dólares y la compra de productos oficiales marca registrada Elvis, una verdadera religión. Y es que en Graceland se puede comprar de todo. Desde las gafas de montura dorada y cristal de plástico por unos miserables doce dólares hasta los genuinos y acabradabrantes trajes Elvis in Las Vegas por más dos mil.
Después de la necrofílica visita, toca reponer fuerzas en la populosa y pintoresca Bale Street. La calle, muerta de día, cobra vida por la noche en sus numerosos restaurantes con música en directo y comida estilo cajun. Lo más recomendable es dejarse perder sin rumbo, comprar algo de merchandising rockero y entrar en el Blues Café para tomarse un par de cervezas con una buena ración de costillas barbacoa, auténtica especialidad del lugar. Mientras espero que me las sirvan, detrás de la barra encuentro sobre la pared una pegatina de Asturias. La rubia camarera no tiene ni idea de quién la puso allí. A ella sólo le interesan las propinas. Sonríe mucho y yo bebo mi cerveza brindando a la salud del asturiano que la trajera hasta aquí.