La identidad es hoy el santo grial. Los seres humanos contemporáneos persiguen, perseguimos, una identidad. Pero no una identidad cualquiera delimitada simplemente por un nombre, apellidos y un número de documento oficial. Lo que se ansía es una identidad propia, distinta, diferenciada, construida voluntariamente, una que no sea azarosa sino fruto de nuestro esfuerzo, elección y capacidad. Una que “mole” o sea “cool” o respetable, temible o atractiva. Queremos un yo único, intransferible, pero que sea elegido a voluntad. Nos queremos reconstruir libremente escogiendo el traje de superhéroe que más nos agrade en un guardarropa casi infinito de opciones.
Desde la superación intelectual política y económica de la cultura de clases, nuestra ubicación social, el lugar que ocupamos en el mundo y el aire que desalojamos ya no vienen determinados por el origen, la raza, el credo o la extracción familiar sino por la fuerza de voluntad del yo. Ya no somos lo que somos de forma obligatoria, (o no se considera que lo debamos ser) como si nuestra identidad se nos hubiera estampillado al nacer como tatuaje imborrable o marca ganadera grabada a fuego. Más que nunca somos (o se supone que podemos ser) lo que queremos en lugar de lo que nos han hecho.
Uno de estos signos de identidad elegibles es la marca comercial. La marca ya no solo es el refrendo a la calidad industrial, es también un emblema identitario. Un rasgo fácilmente distinguible que nos encuadra al primer golpe de vista. La marca es pasaporte al territorio de la identidad elegida. El desarrollo del consumo o hiperconsumo ha propiciado que el número de marcas registradas se haya multiplicado exponencialmente en las últimas décadas. En Francia se registran 50.000 marcas al año y la tendencia va en aumento.
Lo novedoso es que la marca ha saltado de los objetos a las personas. Existen individuos o grupos de individuos de marca, diferenciados de los demás mediante signos exteriores registrados, protegidos jurídicamente. Podríamos llamarlos seres humanos marcados o enmarcados. Es el caso del club de lesbianas motoristas llamado “Dykes on Bikes”. Grupo que en 1976 se constituyó de modo informal en San Francisco y hoy es maca registrada con franquicias diseminadas por el planeta en dos exitosos procesos convergentes: la asunción orgullosa del yo antaño oculto, en este caso homosexual y motero, y la ordenación formalizada, legalizado del yo dentro de una etiqueta reconocible para los de dentro y los de fuera, pues lejos de ser una comunidad clandestina que repudie las normas sociales y jurídicas, las Dykes on Bikes, que abren cada año el desfile del Orgullo Gay y han sido objeto de numerosos artículos de prensa a lo largo de su historia, han reclamado el amparo de dicha reglamentación. Resulta revolucionario observar el fenómeno de cómo el otrora mundo oculto de la homosexualidad femenina ha reclamado su lugar en el mundo visible del Derecho y la sociedad formal a través de la creación de una marca comercial que opere a modo de banderín de enganche.
Conocí a las Dykes on Bikes durante mi viaje de costa a costa por los Estados Unidos en moto. No fue difícil encontrarlas en el Spike´s Café en el empinado barrio de Castro ribeteado de banderas de arco iris y comercios alternativos. El día estaba gris de niebla, algo habitual en la zona, pero Shandy, su presidenta, me recibió amablemente, me invitó a rodar con ellas y me fue presentando a las miembros del clan como Kathy, dueña de una KTM adventure 900 o la pequeña Zak, rapada amazona a lomos de una pesada Harley Davidson Fat Boy. Fui con ellas hasta una bolera en Rockaway Beach, playa famosa por una canción de Los Ramones. Mientras ellas lanzaban la bola y comían pizza, les comenté que California parece diferente en muchos aspectos al resto del país, se respira un pacifismo y una apertura mental imposible en Texas o Alabama. Asintieron pero sin entusiasmos. “California no es uniforme”. Es cierto, una cosa es la costa y otra el interior. Por ejemplo, aunque se permite el uso medicinal de la marihuana y es posible la adopción de doble vínculo por parejas del mismo sexo (a la que no se reconoce efectos legales en otros estados), la propuesta 8 salió adelante en referéndum para cambiar la constitución de California y prohibir los matrimonios entre esas mismas parejas. Era un pulso entre los jueces y el votante medio. Aquellos perdieron. El Tribunal Supremo de California ya había reconocido la validez de dichos matrimonios pero el ciudadano medio les dijo a los jueces que no fueran tan rápido ni tan lejos.
“La propuesta 8 supone una modificación ilegal”, me dijeron, “porque los cambios constitucionales exigen una mayoría de dos tercios en la asamblea legislativa y eso no ha sucedido”. Lo que ocurre es que esa batalla legal supone mucho dinero en abogados. “¿Recurriréis?”, les pregunté. “Ya tuvimos bastante líos y gastos en los tribunales para registrar nuestro propio nombre. No querían admitir Dykes on Bikes como marca comercial legítima y tuvimos que llegar hasta el Supremo”.
En el año 2003 se enteraron de que una mujer de Wisconsin está intentando registrar la marca Dykes on Bikes para vender ropa. La noticia les alarmó e inquietó. Si aquella pretensión tenía éxito, ¿Podrían tener derecho exclusivo al uso de su nombre? ¿Verían amenazado su uso si un tercero conseguía registrarlo como nombre comercial de su exclusiva propiedad? Demasiados interrogantes pero un solo objetivo: defender su identidad. La identidad elegida, reconstruida, ha de ser objeto de defensa ante los ataques e invasiones del mismo modo a como lo hacen las grandes firmas de lujo cuando detectan falsificaciones en los mercados. Acuden entonces a las instituciones locales en materia de comercio de San Francisco para registrar “Dykes on Bikes” como nombre de una comunidad no lucrativa. En un primer momento, no hay problemas y obtienen su petición. Sin embargo, meses después, sin que se sepa bien cómo ni por qué, se decide revisar la decisión del organismo local. Tras los informes, la autoridad mercantil de California (PTO) deniega el carácter de marca por entender que el término Dyke, que podría traducirse como tortillera o bollera, es ofensivo para las lesbianas. Los abogados del grupo recurren por entender que el término ya no es ofensivo y se usa habitualmente por las propias lesbianas.
“Yo no soy lesbiana”, precisó Zak, “yo soy una dyke. Lesbiana es main stream y yo soy una tía dura, una luchadora”.
La PTO vuelve a rechazar de forma definitiva. Se inicia entonces una batalla legal para demostrar que Dyke no es un término ni ofensivo ni vulgar. Las Dykes presentan hasta veintiséis expertos y una definición del diccionario webster de 1913. Varios meses de lucha después y un cambio del equipo de abogados, la PTO cambia de opinión y tras un periodo de información pública autoriza el uso de la marca. La decisión aún así es apelada y el tribunal superior competente, la US court of Appeals for the Federal Circuit, falló declarando que el término Dykes no es ofensivo pues es usado habitualmente por las lesbianas para referirse a sí mismas.
Sin embargo, esta decisión, aún tuvieron que superar un último escollo en su contienda por el reconocimiento de su identidad. Un abogado varón llevó el caso hasta el Tribunal Supremo porque, según su opinión, la marca Dykes on Bikes sí era denigrante, pero no para las lesbianas sino para los hombres. El Supremo, con lógico buen criterio, no entendió en qué medida podría ofender a un hombre que unas lesbianas se llamaran a sí mismas bolleras o tortilleras y rechazó semejante argumentación puesto que ya los tribunales inferiores habían dictaminado que el término no ofendía a las lesbianas. De ese modo, Dykes on Bikes quedó definitivamente recogido como marca comercial protegida y hoy signo claro de la identidad de sus componentes, quienes como Zak, Shandy o Kathy visten con notorio orgullo el emblema del grupo en la espalda de sus chaquetas de cuero.
Fotos:Miquel Silvestre
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