Otro terremoto en Lisboa, que tuvo lugar en 1755, fue también el responsable de que en esta ciudad encontremos aceras con ese adoquinado tan particular, llamado empedrado portugués. Y el adoquinado son los restos del terremoto. Tal cual.
El terremoto, de una magnitud de entre 8,5 y 9,5 grados en la escala Richter, se produjo una mañana del Día de Todos los Santos, para más inri, y también estuvo seguido de un maremoto y un incendio. El seísmo incluso se extendió por una gran parte de la península Ibérica.
Para abaratar costes y aprovechar recursos, el Marqués de Pombal mandó reutilizar los muros y piedras de los escombros de las construcciones venidas abajo tras la catástrofe y convertirlos en adoquines para asfaltar las aceras de las calles. De ahí partió la base para el mundialmente conocido como empedrado portugués y que tanto se popularizó a partir de mediados del siglo XIX.
Sebastião de Melo realizó también una importante contribución científica: elaboró una encuesta que envió a todas las parroquias del país, en la que preguntaba cuestiones como si los perros y otros animales se habían comportado de modo anómalo poco antes del terremoto, si el nivel de los pozos había subido o bajado en días previos al sismo, o el número y tipo de edificios que habían sido destruidos. Así empezó a nacer la sismología como ciencia.
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