Todo a mi alrededor se me antojaba postizo, regido por unas costumbres extravagantes y uno rituales arcanos. Me perdía irremediablemente en el idioma, pero también en las miradas, en algunas carcajadas que no sabía si iban dirigidas a mí o eran connaturales al ambiente, en la música austriaca de ritmo marcial que más tarde pusieron. Me sentía atrapado en un campo de concentración nazi que ensalzaba el jolgorio, pero un jolgorio cuyas claves desconocía, y por ello yo era como un recluso que pronto pasaría por una ducha de Zyklon B.
No obstante, el malestar duró poco.
La noche, a partir de aquel instante, transcurrió veloz. Nos hicimos con grandes trozos de cerdo asado, que nos llevábamos a la boca con los dedos, sin platos ni cubiertos, sólo con una servilleta de papel, como bárbaros teutones. Y también, pan. Y mucha salsa de ajo. Pero lo que más hubo fueron vasos de plástico repletos de gélida cerveza. Hacía una noche húmeda. La carne estaba deliciosa. Y consumía la cerveza como si fuese oxígeno.
El entarimado crujió bajo mis pies y sentí una presencia a mi lado. Era un chico megalítico. Desde mi etílica óptica deformante medía dos metros por dos metros. Llevaba el pelo largo, asfixiado en una cola ecuestre. Barba de una semana. Perilla de chivo. Aliento de cerveza y marihuana. Me preguntó algo en alemán, acercándose a mi oído. Tendía a esputar mucho cuando hablaba, así que me roció la oreja de saliva como si fuera un aspersor. Aquel hecho, lejos de asquearme, me resultó divertido, me hacia cosquillas en el pabellón auricular. Definitivamente, estaba yo demasiado borracho. Le contesté, con risa histérica, que no hablaba alemán, que era español.
Me gritó al oído que él hablaba bastante español, y lo dijo con un profundo acento peruano. Me explicó que tenía 21 años, o eso creí entender, y que amaba a los españoles, pues había trabajado dos años en Lima y seis meses en ciudad de México. No me molesté en corregirle que yo era de España, no de Latinoamérica: a aquellas alturas, ninguno de los dos estábamos para matices.
Ambos bebimos un trago de cerveza.
Se acercó un poco más a mí para revelarme, confidencialmente y entre esputos, que él era el hijo del dueño de aquella granja, y que a aquellas horas, cuando todos estaban tan contentos, solía colarse en las fiestas sin invitación alguna. Cobro y encima bebo gratis, me dijo sonriendo y exhibiendo un par de mellas muy cómicas en la parte frontal de su dentadura.
Me presentó a su hermano, un chico de dieciséis años que bebía más que nosotros dos juntos. Él sí parecía peruano. ¿Algún desliz de su padre? Ambos me explicaron su vida durante más de una hora y yo sólo asentí, diciendo que sí a todo, y con las orejas húmedas de tantas esquirlas de saliva. Si en aquel instante hubiera entrado Adolf Hitler por la puerta, las carcajadas habrían sustituido a cualquier atisbo de sorpresa o temor.
El alcohol también me ayudó a alojarme sin rechistar en una tienda de campaña en mitad de un prado (así es como dormiríamos todos aquella noche), dejándome llevar por la inercia, a pesar de que nunca había acampado, sufría entomofobia y era la primera vez que dormía junto a un hombre desconocido. Es más, al meterme en el saco de dormir y ponerme a escuchar los ronquidos procedentes de otras tiendas, ronquidos rotundos, teutones, me vino la risa floja; y mi compañero de tienda acabó secundándola.
También probé la gastronomía regional en la cerveceria antigua Barfüßer, en la calle Hallplatz. Mientras recordaba, de repente, que la noche anterior yo también había bailado al son de la versión alemana de La abeja Maya.
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