Mi primer cumpleaños en Nuremberg (I)

En mi primer viaje a Alemania, el cual os expliqué hace unos días, también tuve la oportunidad de asistir al cumpleaños de un amigo que por aquel entonces tenía 26 años. Era la primera vez que asistía a un cumpleaños en otro país que no era el mío. Y un cumpleaños constituye una manera como otra cualquiera de profundizar en las costumbres y manías de una región, a modo de estudio sociológico.

El cumpleaños se celebraba en las afueras de Nuremberg. El lugar al que llegamos inspiraba melancolía. Era una urbanización tranquila, casi parecía abandonada, fantasmal, en cuyos lindes se levantaban granjas y campos labrantíos. Nos encontrábamos en la cima de una colina, y el resplandor de la luna me permitió atisbar el horizonte: no había nada más, sólo prados oscuros que semejaban estanques de brea ondulante. Ninguna otra luz artificial. Ninguna señal de civilización.

Por esa razón, enseguida localizamos la granja donde se celebraba la fiesta de cumpleaños. Recordaba a una baliza que indicara el centro neurálgico del jolgorio.

Según parecía, muchos jóvenes de aquellas latitudes acostumbraban a alquilar espacios agrícolas (mayoritariamente granjas) para celebrar sus fiestas privadas. Allí no dominaba la cultura de reunirse en locales de copas o discotecas hasta que amanecía. En ese sentido, eran más comedidos que nosotros: por cien o doscientos euros la noche, preferían optar por reuniones más familiares y hogareñas, lejos de las urbes, con una cena al aire libre, un poco de música y alcohol a granel; y ni siquiera concebían alargar la reunión hasta más allá de las tres de la madrugada.

Advertí, entonces, que todo el negro prado estaba salpicado de tiendas de campaña. Sospeché que, tras la fiesta, pernoctaríamos ahí, rodeados de beodos alemanes, en mitad de la nada tenebrosa. Pero no tuve tiempo de preguntarlo, pues enseguida fui arrastrado a la multitudinaria fiesta de cumpleaños.

Invadiendo la finca que rodeaba al edificio nuclear de madera, un edificio grande y espacioso, de techo triangular, se arremolinaban moteros y heavies, riendo y bebiendo cerveza en vasos de plástico. Otros, daban chupadas de un aculebrinado tubo que expulsaba humo aromático. Pero tampoco tuve tiempo de detenerme a averiguar de qué se trata. Seguimos adelante, muchas miradas convergían en nosotros, me sentía como en una ensoñación. A la izquierda, unos baños móviles. A la derecha, una enorme barbacoa donde se asaba carne.

Todo olía a gallinas, a cerdos, a marihuana, a cerveza y a carne adobada. La música se oía amortiguada, provenía del interior del edificio en el que tiempo atrás se hacinaban animales y que, ahora, se había reconvertido en sala privada de fiestas. Y servía para hacinar otro tipo de animales.

El edificio estaba construido sobre unos pilares, de este modo los bajos se empleaban como almacén. Subimos la pequeña escalinata que conducía a la puerta y nos adentramos en un amplio espacio, como de nave industrial que atufaba a gallinas.

Fue tanta la información visual que incidió en mi retina que no fue hasta el día siguiente que me vi capaz de ordenarla coherentemente.

Retumbaba Thunderstruck de AC/DC, un tema de rock duro que hacía bailar las greñas de un par de tipos que se hallaban en primer plano. Agitaban la cabeza al ritmo de la música, enarbolando sendos vasos de plástico colmados de cerveza. En una esquina, tras un equipo de música descomunal, se guarecía el pinchadiscos. En la otra, un surtidor de cerveza e innumerables barriles de reserva, amén de botellas de variopintos licores espirituosos. Al fondo, tras dos o tres chicos que bailaban tímidamente (la mayoría no despegaba el trasero del su asiento), se alineaban mesas largas de madera cubiertas de velas.

La gente que allí se sentaba era un poco más adulta, y su indumentaria era también más corriente. Hablaban a media voz y la luz de las velas perfilaba sus rasgos. Junto a unas jaulas que debieron contener algún animal, un compresor construía un castillo neumático de colores chillones.

La estancia estaba en penumbra, tan sólo iluminada por las velas derretidas de las mesas y las ristras de luces navideñas, rojas y azules, que colgaban del techo y se enredaban por las paredes. De la alta y oscura techumbre también descendían farolillos de colores y otros adornos propios de las verbenas.

En la próxima entrega de este artículo, os hablaré de lo que pasó en aquella fiesta, no sin antes introduciros un poco en Nuremberg: es una ciudad en la región de Baviera, mi favorita de Alemania, a orillas del río Pegnitz en Franconia Central. La ciudad está rodeada por bosques y campos de cultivos, con grandes parques como el Wöhrder Wiese, el Wöhrder See, el Dutzenteich y el Reichswald. En Núremberg son muy conocidas las salchichas pequeñas denominadas Nürnberger Rostbratwurst elaboradas por primera vez en los años 1300. Estas salchichas se preparan con carne de cerdo, tocino, sal, pimienta y orégano. Recuerdo que comí muchas de ellas.

Fotos | Sergio Parra | Wikipedia En Diario del viajero | Nüremberg, la capital alemana de la Navidad | Un restaurante sin camareros en Nuremberg

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