Si debo decantarme por esto último, entonces lo tengo claro: el valle de Lauterbrunnen, en Suiza, es mi paisaje. Sé que hay otros, y sé que encontraré rincones mejores. Pero siempre recordaré la sensación que experimenté al descubrir el que era el sitio más bonito que había visto nunca. Y todo lo que hice para capturarlo de alguna forma: en me cabeza, en mi memoria, en mi vida.
El valle de Lauterbrunnen está emplazado en la zona montañosa de la Región del Jungfrau, a diez kilómetros del centro de Interlaken. Tiene unos 15 Km de longitud, delimitado por las dos paredes verticales que parecen gigantes. El valle es tan profundo y las montañas tan altas y escarpadas que parecía que estuviéramos en el fondo de un cuenco geológico. Aquel valle con 72 cataratas (con razón se llama “Lauter Brunnen”: sólo fuentes), prados alpinos y románticas casitas de madera, es una de las reservas naturales más gigantescas de Suiza.
Y ahora viene lo que sentí al llegar al valle, a lomos de una bicicleta que había alquilado, cansado y sudoroso, un verano soleado, con la intención de pernoctar en uno de los dos campings que hay en el valle. Preparaos, porque voy a ponerme un poco poético.
Unas nubes que parecían nata turbia en perpetuo movimiento, haciendo y deshaciendo, originando siluetas vermiformes o mostrando las anfractuosidades, las circunvoluciones y los recovecos cingulados de un cerebro de titán. Sin embargo, ninguna de aquellas nubes cerebrales se interponía entre el sol y yo. De modo que me enfrenté directamente con su brillo fulgurante, dejándome deslumbrar por su cualidad de girándula de fuego, de ciclorama de rayos ígneos.
Reculé varias hectáreas de campo abierto, un escenario punteado por alguna alberca colmada de azul tenebroso: los dijes del sol espejaban de tal modo la superficie de aquellas aguas estancadas que éstas adquirían una textura feérica. Un coche rojo cruzó la carretera que arañaba la tierra, un arañazo del que había supurado asfalto gris moteado de pintura blanca. El coche rojo desapareció en un túnel que se introducía en las entrañas de la montaña más cercana y, justo un segundo antes, logré atrapar un jirón de sonido de su ronroneante motor y de sus ruedas rozando la carretera, gracias al efecto Doppler.
Reculé. La suave brisa mecía las hojas de la doble ringlera de árboles que bordeaban el mullido camino. Aves canoras brotaban y regresaban a ellos tras realizar algunas piruetas. Entre la fronda se filtraban destellos del sol al igual que luces estroboscópicas.
Reculé. Hierba verde ácido, henchida de clorofila, millones y millones de briznas verdes que me obligaban a parpadear, deslumbrado por los últimos brillos del rocío. Algunas matas, flores y piedras, burujos de hojarasca danzando la canción de la brisa. Conseguí atisbar un insecto que no supe identificar, pero su tonalidad anaranjada me fascinó, así como su aleteo cromático, que tenía algo de espejismo.
Reculé lo más que pude. Intenté escudriñar el aire que me rodeaba. La brisa hacía flotar en el aire diminutos organismos, polvo, la escama irisada de una mariposa, la pata de algún insecto, esporas y demás miniaturas suspendidas en el aire que conformaban el aeroseston.
Una actividad que resultaba especialmente sencilla en aquella región, sistemáticamente recorrida por toda clase de senderos perfectamente señalizados a fin de que alguien, con paciencia y buenas piernas, pudiera llegar a absolutamente cualquier destino sin emplear ninguna carretera para vehículos motorizados.
A este respecto cabe distinguir dos clases de senderos. El sendero propiamente dicho o Wanderweg y el camino de montaña o Bergweg. Los senderos son apropiados para cualquier persona, pero los caminos de montaña pueden comprender pasos a una altitud elevada o superficies difíciles, de modo que están orientados a excursionistas con experiencia y provistos de un equipo adecuado.
En alguno de los letreros leí Trümmelbachfälle, a un par de horas a pie desde el camping en el que nos alojábamos. Unas cataratas espectaculares que se contemplaban desde las entrañas de la montaña Scwarzer Mönch, escondidas detrás de abruptas paredes rocosas, casi verticales. Ese surtidor de agua natural genera 20.000 litros de agua por segundo desde una altura total de 200 metros. Sin duda era una de las gargantas glaciares más salvajes de Europa. Quizá la explorara otro día. También leí Staubbachfall, otra cascada monumental que se precipita desde 300 metros de altura: es una de las cataratas de mayor envergadura de Europa.
Al contemplarla Goethe en 1779, inspirado por esa megalítica masa de agua, compuso el poema Canto de los espíritus sobre las aguas, a la que más tarde le puso música Franz Schubert:
Desde las alturas brota, cae por la abrupta roca la límpida cascada, que se pulveriza en vaporosas gotitas sobre la superficie pétrea, la toca apenas y ondeante como un velo cae de nuevo con un rumor hacia lo hondo del abismo. Sus puntiagudos salientes obstaculizan su caída, espuema, escalonadamente, su caída hasta lo hondo.
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