Un ferrocarril de cremallera enlaza a Lauterbrunnen con la terraza de Wengen en el flanco oriental del valle Lauterbrunnental y del Kleine Scheidegg, la estación de ferrocarril de trasbordo para el viaje al Jungfraujoch, a 3.454 metros de altura, el Top of Europe, el mirador más elevado de toda Europa.
Desde 1912, el ferrocarril Jungfraubahn atraviesa por un túnel de siete kilómetros de largo el macizo del Eiger, llegando a la estación de ferrocarril más alta de Europa, el destino de excursiones número uno del Oberland bernés. El trayecto es también el más caro del mundo (más de 150 francos suizos por persona, ida y vuelta; aunque existen descuentos y pases para que el precio no sea tan alto).
Jungfraubahn
Para realizar este viaje, primero hay que tomar un tren cremallera que sube hasta Kleine Scheidegg, donde convergen los trenes que llegan del valle de Lauterbrunnen y los del valle de Grindelwald. El viaje se realiza en un tren bastante anodino, y un tanto incómodo. El ascenso no tenía nada de especial, salvo por el hecho de que el valle cada vez quedaba más desdibujado por la distancia, y Lauterbrunnen se convertía entonces en una pequeña mancha moteada.
El viaje, en algunos segmentos, era tan lento que avanzábamos al mismo ritmo que lo haría una persona andando, debido fundamentalmente a lo empinado de la pendiente.
En Kleine Scheidegg, ya a 2.061 metros de altura, se debe hacer un trasbordo para coger el tren que finalmente llega hasta la estación más alta de Europa, a 3.454 metros de altitud. Este tren es muy distinto al anterior. Más que un tren, parece una nave espacial. Los asientos son muy cómodos y espaciosos, casi como butacas. En los extremos de cada vagón, hay insertadas pantallas planas de LCD en las que puedes contemplar el itinerario que sigue el tren, así como la altura a la que te encuentras y otros detalles.
Otra opción más clásica y más fastuosa, aunque también más económicamente prohibitiva, es la de tomar el lujoso tren nostálgico Eiger Ambassador Express, que sale de la Kleine Scheidegg a las 12:00 horas. Es un tren antiguo, de madera, una especie de Orient Express de los Alpes, y su personal de a bordo te atiende ataviado con el uniforme reglamentario de la época.
Cuando el tren se internó por el túnel oscuro de siete kilómetros que atravesaba el rocoso Eiger, perdimos de vista del inmenso paisaje, así que las pantallas de LCD aprovecharon para emitir entonces reportajes sobre el Jungfrauch, sobre el alpinismo y temas afines, perfectamente cronometrados para que concluyeran justo cuando el tren emergía de nuevo del túnel.
La cima que estábamos a punto de alcanzar fue pisada por primera vez en 1811 por los hermanos Meyer. Pero las escenas más asombrosas las arroja el documental que describe los inmensos esfuerzos de ingeniería que fueron necesarios para establecer esta red de ferrocarril hasta el cielo. Debido a las duras condiciones climatológicas, me cuesta imaginar cómo pudieron transportar hasta aquí las toneladas de material, cómo se establecieron los turnos de trabajo, cómo el viento y la nieve derribarían continuamente las pequeñas y tozudas progresiones de aquel ferrocarril que atravesaba literalmente aquel macizo. Así que no es extraño constatar que, para concluir aquellos últimos 9,3 kilómetros de ferrocarril, se tardó nada menos que dieciocho años. Es decir, un promedio de unos quinientos metros por año. Aproximadamente un metro al día. El tramo se estrenó en 1912.
El vagón se mantenía a una temperatura tan alta que debía continuar en manga corta a pesar de que la temperatura exterior estaba cayendo en picado a medida que ascendíamos.
Aproximadamente a la mitad del trayecto, el tren realizó otra parada para contemplar los glaciares a través de unos ventanales (aunque la verdadera razón es minimizar los efectos de ascender a tanta altura en tan poco tiempo). Ya estábamos a 2.865 metros de altitud, y las vistas eran espectaculares, aunque ya no hubiese mucho verde: todo es esencialmente blanco. Desde una caída vertical, sin embargo, se atisbaba el valle de Grindelwald, sembrado de diminutas casitas. Allí también distinguí la placa conmemorativa de la primera ascensión de la cara norte del Eiger, llevada a cabo por un grupo en el que estaba Heinrich Harrer (el alpinista austríaco interpretado por Brad Pitt en la película Siete años en el Tíbet). Poco después, se efectuaba otra parada en el corazón del glaciar de Eismeer, que significa “Mar de hielo”, desde el que puede divisarse un espectacular panorama que, efectivamente, se parece a un mar de hielo, un océano casi detenido en el tiempo, que sólo avanza unos metros cada siglo. Ya estábamos a 3.160 metros de altitud.
Llegamos a la estación, escavada en la roca de la montaña (más que una estación parecía una cueva paleolítica sumida en la penumbra), y puse mis pies en el suelo. La temperatura era de unos diez grados bajo cero, y tuve que abrigarme convenientemente, incluyendo gorro, bufanda y guantes (y gafas de sol, imprescindibles para evitar los efectos del fulgurante brillo del sol reflejado en la nieve).
Un viaje impresionante. Es caro, sí. Pero resulta inolvidable.