América en moto. Problemas serios en una frontera de broma.

Alaska es la última frontera y el Estado de la Unión más lejano. Llegar a él por carretera exige cruzar el inmenso país del Canadá. Pero poner un pie en Alaska tiene algo de truco si uno opta por atajar con tal de hacerse la foto. Se puede hacer una pequeña trampa para decir a los amigos que se ha entrado en Alaska aunque luego no se pueda ir a ningún otro sitio como no sea regresar por donde se ha venido. Desde Terrace, en la Columbia Británica, se puede ir a Stewart por la Cassiar Highway y cruzar al primer pueblo de Alaska: Hyde. Pero Hyde es como una isla. No se puede ir a ningún sitio por carretera desde allí. Pero a todos los efectos es Alaska y eso es lo que importa.

Examino el mapa y compruebo que tengo dos opciones. O tomar la vía principal o una ruta secundaria que parece subir directamente hacia el norte. Pregunto a los lugareños por esa vía y me dan respuestas contradictorias. Uno me dice que hay protestas nativas y está cortada, otro que se encuentra inundada, otros que es segura… lo único que saco en limpio es que la vía existe y que tiene un tramo de unos 50 kilómetros sin asfaltar. Magnífico, pienso, y me pongo en camino. La carretera es de buen firme durante los primeros 150 kilómetros. No hay inundaciones aunque el agua está muy alta. La veo entre los árboles, casi a ras del asfalto. Es como un gran pantano. Las montañas nevadas me sirven de marco y el cielo comienza a despejarse. Hoy será un gran día, me prometo.

Aparece la pista y también los osos. Nada más meterme en el camino me cruzo con uno. Sale corriendo y no puedo hacerle la foto. Sin embargo, el ánimo se me altera un poco. Me siento como en Zambia cuando crucé el Mikumi Park y salieron elefantes a mi paso. Si me pasa algo aquí o se me estropea la moto estaré en un serio problema. Pero no sucede la temida avería aunque no por eso está la ruta exenta de riesgos. De vez en cuando me cruzo con grandes camiones madereros cargados de inmensos troncos. Toman las curvas muy abiertas e invaden mi carril. Levantan polvo tras de sí y yo me siento eufórico. La senda es sencilla, a veces con baches o roderas causadas por el agua del invierno, pero no tiene dificultad y sí muchísima belleza natural. Me lo estoy pasando como un enano.

Cuando alcanzo la Cassiar Highway avanzo rápido hasta el cruce con la 37 A. Es la carretera que lleva al glaciar de Stewart. Es fascinante ver esas lenguas de hielo azulado descender por la roca. El gran bloque ha llegado al río y está partido. Esa agua helada tiene miles de años, atrapados debe haber insectos y organismos pleistocénicos. La vía se ondula paralela al regato camino de Stewart. Veo la indicación de Alaska y llego casi de inmediato a Hyde. No hay nadie en la frontera, ningún funcionario de aduanas estadounidense, así que cruzo libremente. Hago las fotos de rigor. Entro en el pueblo, apenas una aldea de 100 habitantes. Compro la pegatina de Alaska, mando la imagen a Facebool usando la wifi del comerciante, un tipo fornido de pelo blanco y gran cachaza de pionero.

Cuando termino el rito, me dirijo de nuevo a Canadá. Como nadie me detuvo en la frontera, pienso que es de adorno. Al fin y al cabo, a Stewart solo se puede acceder por Canadá, de modo que el control no debería ser muy riguroso. Error. En cuanto paso sin detenerme suena una sirena. Del interior de la caseta aparecen tres uniformes. Dos hombres y una mujer uniformados como los hombres de Harrelson. Empieza el interrogatorio y no es muy amable.

—¿Por qué no ha parado? —Lo siento. No lo he visto. —¿Cuándo ha entrado en Canadá? —No lo recuerdo. Un mes más o menos. —¿Cuándo tiene pensado salir de Canadá? —No lo sé. Tal vez en dos meses. —Le importaría quitarse las gafas. Obedezco. —¿Trabaja en Canadá? —¿No? —¿Quién paga sus gastos? —Yo. —¿Tiene un empleo fijo? —No. —¿Cómo paga entonces sus gastos? —Con tarjeta de crédito. —¿Cuánto dinero en efectivo lleva encima? —Tal vez unos 500 dólares. —¿Con eso piensa cubrir toda su estancia en Canadá? —Ojala. Pero uso las tarjetas, tengo suficiente saldo. —Yo eso no lo puedo comprobar. Por favor, apártese de la moto. Vamos a registrarla. Empieza la inspección y lo sacan todo. Son meticulosos, exasperante, desconfiados, cero amables. —¿Por qué llevas tres teléfonos y tres cámaras de fotos? Porque soy escritor y reportero de viajes y porque estoy dando la vuelta al mundo en moto para escribir un libro lleno de fotografías y porque además lo grabo todo en vídeo. Revisan mi equipaje concienzuda y metódicamente. Examinan hasta el interior de mis apestosas zapatillas de correr. El tiempo pasa. Un tiempo precioso si quiero avanzar algo hoy. —Espere aquí—ordenan mientras se meten en el galpón con mi pasaporte.

De vez en cuando pasa un vehículo de un local de uno u otro lado; uno de ellos sale, un rápido vistazo y adiós muy buenas, pero a mí me están aplicando el reglamento en toda su dureza. No soy el único. He visto pasar caminando a una pareja de mejicanos. Han ido a visitar Alaska. Dejaron el coche en el lado canadiense y simplemente se han dado un garbeo. Al intentar reingresar, se repite la historia. ¿De dónde son, qué han hecho en Hyde, qué van a hacer en Canadá…? Es infumable que en este estúpido villorrio olvidado, con una frontera de juguete que lleva a un cul de sac estos mendas jueguen a policías de verdad. Resulta ridículo. Tan ridículo como sus chalecos antibalas y sus defensas reglamentarias. Aquí no pasa nada, hombre, y yo soy un viajero. Has visto los libros que escribo, mis cámaras, los sellos de mi pasaporte, las pegatinas de mis maletas. No me toques las narices.

Pero me los tocan. No por malicia, sino por falta de iniciativa. El jefecillo, un hindú con ciudadanía canadiense y un trabajo oficial, me extiende un documento después de tenerme una hora esperando en la puerta. Al parecer, tengo que salir del país antes de 15 días. El motivo es que a su juicio no he satisfecho la necesidad de probar que dispongo de medios económicos suficientes para costear mi estancia en Canadá. Estoy patidifuso. Miro mi moto, mis cámaras Canon, todo mi equipo. Esto vale una fortuna. Siempre me toman por millonario y para este funcionario patán, destinado en el puto culo del mundo y sin nada mejor que hacer, ¡soy sospechoso de no poder pagar un motel en Canadá durante dos meses!

La situación es cómica, pero supone un contratiempo. Ahora tendré que perder un par de horas al intentar entrar en Alaska porque este memo ha introducido sus absurdas sospechas en el sistema informatico del servicio de inmigración de Canadá. Cada vez que se tecleé mi nombre y número de pasaporte aparecerá que soy sospechoso de algo y eso supone que cada vez tendré que dar muchas explicaciones y someterme a un riguroso examen de documentación y equipaje. El aleteo de una estúpida mariposa estúpida convertido en estropicio de elefante peor que los de Bostwana.

Fotos:Miquel Silvestre Video:Canal de Youtube de Miquel Silvestre

Más en Diario del Viajero:Tren hacia el Círculo Polar Ártico

También te puede gustar

Portada de Diario del Viajero

Ver todos los comentarios en https://www.diariodelviajero.com

VER 4 Comentarios