América en moto. Museo Dalí en Florida

¿Se imagina en The Wall Street Journal este anuncio: “Se busca sede permanente para la mayor colección privada de un genio del surrealismo”? Pues más o menos, ese fue el origen del museo sobre Salvador Dalí más importante fuera de España. Veinte millas al sur de Tampa está el Dali´s Museum. 2140 piezas auténticas, 200.000 visitantes al año, sesenta millones de dólares en la economía local.

El origen de su éxito en Estados Unidos lo contó Dalí en una entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano. Con Europa en guerra, Picaso le prestó el dinero para marcharse a América. Dalí siempre se lo agradecería a pesar de que el malagueño hiciera público desprecio por su arte. El ampurdanés nunca se lo tomó a mal. Es famosa su broma: “Picaso es un genio, yo también; Picaso es un gran pintor, yo también; Picaso es comunista, yo tampoco”.

Al llegar a Nueva Cork, unos grandes almacenes de la Quinta Avenida le encargaron diseñar sus escaparates. Dalí estuvo trabajando toda la noche. Llenó el escaparate de locura y excentricidades. Por la mañana fue a visitar su obra. Se la habían cambiado por completo. Probablemente, el encargado decidió domesticar aquel espanto según el gusto ovejuno del consumidor medio. Dalí montó en irrefrenable cólera y destruyó la exposición lanzándola contra las lunas.

Fue detenido inmediatamente. Cuando contó sus razones, el juez, lejos de condenarlo, valoró aquella actuación en defensa de la creación artística y le absolvió tras simplemente hacerle pagar los daños. Pero alguien contó la historia en los periódicos y así fue como nació una estrella. Surgió el célebre Ávida Dollars. El mote se lo endosó un rencoroso Andre Breton luego de expulsarle oficialmente del Grupo Surrealista. Pero Dalí se apropió completamente del surrealismo y se llenó los bolsillos de dinero sin que tal cosa le avergonzara lo más mínimo.

Poco después, Gala y Dalí conocerían a Eleanor Morse, señora de A. Reynolds Morse, riquísimo industrial de Cleveland, Ohio. En 1943, Eleanor compraría el primer cuadro y así comenzó una fértil y estrecha relación que se cimentó, adquisición a adquisición, sobre las más de dos mil piezas que Gala supo colocar a sus mecenas americanos.

La colección Morse, que en un inicio se enseñaba a los amigos bajo petición expresa, se acabó abriendo al público en 1972. Es comprensible que en la fría y gris Ohio de los setenta semejante muestra de desparrame surrealista causara conmoción, y posiblemente también algún intento de suicidio.

Cuando los Morse envejecieron, el hijo y único heredero no sabía muy bien qué hacer con una fabulosa colección cuyos tributos hereditarios le iban a resultar carísimos. Planteó entonces la posibilidad de vender parte de los cuadros para pagar los tributos sucesorios, pero los padres se negaron a que se desmembrara la colección. El hijo resolvió el embrollo. Donaría los cuadros, se convertirá en un mecenas y heredaría limpios los negocios de papá. El problema era encontrar quién se hiciera cargo de más de 2000 cuadros. Los museos consultados sólo aceptaban recibir obras sueltas.

Surge entonces la idea del anuncio en el Wall Street Journal. Un avispado abogado de St Petersburg lo lee y consigue que los líderes de la ciudad y los Morse se entendieran. Con el apoyo económico del municipio y del Estado, la colección se trasladó a Florida en 1980 y el museo abrió sus puertas en 1982. Desde entonces, el recinto ha ido creciendo y en enero 2011 se han terminado las obras del nuevo museo, un macroespacio típicamente norteamericano con restaurante, cine, teatro, salas enormes y una gran, gran, gran tienda de merchandising daliniano.

Lo primero que el visitante se encuentra al cruzar las puertas del número 1000 sur de la calle tercera es una tienda descomunal donde comprar camisetas de Daliwood, corbatas surrealistas, libros sobre cocina española y hasta vino del Ampurdán. La entrada cuesta 15 dólares pero la colección es más que notable. La visita guiada sí que resulta surrealista. La primera sonrisa se nos escapa cuando la guía trata de explicar el origen burgués y acomodado de la familia debida a la importancia social del padre de Dalí, notario en Figueras. Imposible traducción, esa profesión es poco prestigiosa en los Estados Unidos donde los notarios son sumisos empleados de las casas de compraventa de coches.

El grupo de visitantes en bermudas y sandalias desfila admirado ante las incomprensibles y estupefacientes pinturas. Hay mérito en haber conseguido trabajos juveniles del artista. Las precoces imágenes de Cadaqués se alternan con algún trabajo académico de la etapa en la que Dalí estudió en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. La guía revela que el pintor no acabó los estudios para gran disgusto del sufrido notario. Lo que no precisa es que en realidad el joven estudiante fue expulsado al desafiar al tribunal que lo examinó. Dalí, al oír que le preguntaban sobre el Velázquez, se negó a contestar. “No pueden examinarme. Yo sé de Velázquez mucho más que todos ustedes”.

Las superficiales explicaciones del recorrido pictórico son una especie de surrealismo para dummies en quince minutos. Aunque entretenidas, a veces rozan el puro disparate o el tópico más caduco, como cuando la guía afirma que en Port Lligat todavía se puede ver a las mujeres de los pescadores cosiendo redes. Lo que en realidad hay en Port Lligat es un masivo centro turístico para que los visitantes paguen por entrar en la, por otra parte, muy normal y acogedora vivienda de un genio estrafalario al que le gustaba comer huevos fritos como a todo el mundo.

Los alucinados estadounidenses se admiran ante los juegos visuales de imágenes ocultas que Dalí supo hacer en cuadros como la “Aparición del invisible busto de Voltaire en el mercado de esclavos” Ese surrealismo de trampantojos y trucos de prestidigitador les encanta tanto como a los niños pequeños les admiran los hábiles juegos de manos de los ilusionistas. Este Dalí malabarista de figuras superpuestas suscita un sonoro asombro en el público a medida que la guía, ayudada de un puntero láser, va desvelando esos detalles escondidos.

La visita alcanza el punto culminante ante una descomunal pintura de seis metros cuadrados en la que se puede descubrir el rostro de Manolete mimetizado entre los perfiles de una sucesión de Venus de Milo. Cuando los visitantes descubren en el vacío los invisibles ojos, nariz, corbata y montera del diestro, las exclamaciones de sorpresa y admiración llegan a un paroxismo similar al que debió vivirse en la plaza de Linares cuando el Islero empitono mortalmente al famoso bullfighter.

Los espectadores rompen en aplausos sinceros cuando todo termina. Es un país agradecido y espontáneo. Se percibe que están felizmente exhaustos de cultura y arte elevado. Al salir, cumplen con el ritual y compran un poco de mercaderías dalinianas antes de subir en sus enormes rancheras con cambio automático. Es hora de comerse una hamburguesa doble e irse hasta Orlando, la capital mundial de los megaparques de atracciones.

Dalí en La Florida, el colmo del surrealismo.

Fotos:Miquel Silvestre

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