La primera vez que tomé un avión iba acompañado de una persona a la que le aterrorizaban los aviones. La clase de persona que consideraba que si el ser humano hubiera nacido para volar, éste tendría alas.
Para tranquilizarlo, le hablé de estadísticas, y de lo matemáticamente remoto que era que sufriéramos un accidente: por ejemplo, en Estados Unidos, y entre los años 1983 y 2000, se estrellaron 568 aviones. Hubo supervivientes en un 90 % de los casos.
También le di unos cuantos consejos para evitar que se le taponaran los oídos a causa de la altura. Mascar chicle, chupar un caramelo, colocar la lengua detrás de los dientes superiores e ir barriendo hacia el paladar.
O realizar la maniobra de Valsalva: intentar expulsar aire con la nariz y la boca tapadas, con lo cual seguro que Alexis se pondría colorado y sus ojos amenazarían con saltar de sus órbitas como canicas. Si todo ello fallaba, era ley de vida: entre el 20 y el 30 por ciento de la población nunca llega a acostumbrarse a las variaciones de presión (afortunadamente, yo no me encontraba entre ellos).
Por mi parte, disfruté especialmente de aquella hora y media surcando el cielo limpio. Como dice acertadamente Alain de Botton en su El arte de viajar:
Tampoco está ausente de este despegue el placer psicológico, puesto que la velocidad de ascenso del avión es un símbolo paradigmático de transformación. (…) La nueva perspectiva confiere orden y lógica al paisaje: las carreteras se tuercen para evitar las montañas, los ríos trazan senderos hacia los lagos, los postes conducen desde las centrales eléctricas hasta las ciudades, las calles, que desde la tierra parecen responder a un caprichoso trazado, emergen como redes bien planificadas. El ojo intenta hacer casar lo que ve con lo que sabe que debería haber allí, cual si tratase descifrar un libro familiar en un idioma desconocido.
Por ello no dejaba de contemplar por la ventanilla esa España que abandonábamos. Aquellas luces que debían ser el barrio donde vivía, el irregular contorno de la costa catalana, reseguida a su vez por una no menos irregular autopista, los picos de los Pirineos, que separan España de Francia, el inmenso azul del Mediterráneo punteado por diminutos barcos y yates que dejaban tras de sí estelas de espuma, como las que dejan los reactores de un avión visto desde el suelo.
Todo lo que creía conocer, contemplado a vista de halcón, de repente dejaba de parecerme familiar. Desde un avión, eres otra persona, un clon de ti mismo; y tu original se queda en tierra, junto a todas esas cosas que ahora parecen irreales y distantes, como el atrezzo de una obra de teatro.
Durante aquel viaje, intercalé la contemplación del paisaje con la anotación de ideas y pensamientos en mi recién inaugurado cuaderno Moleskine ante la mirada condescendiente de mi compañero de viaje. «Menudo poeta de pacotilla», es lo que probablemente estaría pensando de mi emoción y mis arrebatos literarios.
Foto | Wikipedia
En Diario del Viajero | Miedo a volar: cómo ayudar a un amigo en su primer vuelo