No solo por las librerías o las tiendas de cosas originales, sino por sus cafeterías, que son lugares que frecuento para escribir o leer, a modo de bibliotecas con ruido de fondo. Precisamente en una de ellas, en la calle Valencia, estuvimos toda la tarde charlando. Enchufe individual, ambiente bohemio, silencioso, buen café, sofás orejeros, mesas individuales. No me miréis raro: años ha, los cafés eran centros de autoeducación, de innovación literaria (en el club Cabaret Voltaire nació el dadaísmo) e incluso de agitación política (la Revolución francesa de 1789 se fraguó literalmente en el Café de Foy).
Cuando localizo una cafetería para aposentarme, sencillamente busco un par de estos tres de requisitos: que no tenga la televisión a todo trapo, que no me miren suspicaces si me paso dos horas tecleando en mi portátil con cara reconcentrada y que, a ser posible, haya un enchufe para el portátil. Pues las cafeterías de la calle Valencia, sobre todo en Mission Creek Cafe, se cumplen con esos requisitos con creces.
Tras una buena conversación cafeínica, salimos a la calle. La parte superior de las casas quedaba difuminada tras una niebla espesa. Llovía. Una lluvia finísima, agradable. Avanzábamos con paso muelle en dirección a casa de unos amigos. Y, por el camino, se nos unió otro amigo madrileño que estudiaba en Berkeley. Os aseguro que un postdoc de la Universidad de Berkeley te aclare con buenas analogías qué diablos en el bosón de Higgs no tiene precio.
Como este no es un blog de ciencia sino de viajes, no profundizaré en este tema tan complejo de la mecánica cuántica. A quién le interese un poco, eL LHC para tontos. De todas formas, seguro que os suena el tema: la partícula divina, el acelerador de partículas del CERN, uno de los mayores proyectos científicos de la historia, etc.
Si no me creéis, os recomiendo su autobiografía Flashbacks.
En Diario del Viajero | Instantáneas de California
Fotos | Sergio Parra | Gku