En la anterior entrega de este artículo os explicaba mi llegada a la Gran Manzana. Acababa de instalarme en el hotel Salinsbury. Se percibía, en cada desperfecto o falta de lustre y en la senectud de su mobiliario, que el Salisbury era una vieja gloria que había vivido su esplendor en los años 30. Pero, a pesar de la degradación, aún conservaba cierto encanto señorial. Y su mayor ventaja, a pesar de todo, era su emplazamiento en la ciudad: en el centro de la calle 57, entre la Sexta y la Séptima Avenida, justo enfrente del restaurante Planet Hollywood y el Carnegie Hall, y muy próximo a la joyería Tiffany, que tanto había leído de ella en la novela de Capote. Y el inabarcable Central Park a solo dos manzanas.
Por las calles de la Gran Manzana, a esas horas en las que la tarde se yuxtapone a la noche, no había demasiada gente (al menos, no tanto como se muestra en las películas). De hecho, me asaltó una sensación extrañamente familiar: parecía que paseáramos por la Gran Vía de Madrid: la anchura de sus calles es similar y, en general, nada se me antojaba demasiado espectacular.
Nada, excepto las moles de cristal y cemento que eran los rascacielos, por supuesto. Si no levantaba la vista, pues, no había problema. Pero si miraba hacia arriba me acometía una suerte de vértigo, como si los edificios fueran a desplomarse sobre mi cabeza.
Tampoco nos cruzamos con prostitutas o pedigüeños. Ni con rateros. Esperaba encontrarme con una ciudad vocinglera y turbulenta, donde todo hubiese sido exagerado hasta el paroxismo: los sonidos, los colores, el tiempo, las multitudes apiñadas y heteróclitas, la actividad frenética. Pero Nueva York es gigantesca, poliédrica, y cada zona posee su propia personalidad, así que Manhattan resultaba ser más sosegada que la imagen de la ciudad al completo. Al parecer, toda aquella ciudad canalla que había visto en las películas de los años 80 había sido limpiada de un plumado por el alcalde. Cuánto tiempo engañado, hasta que me había dirigido yo mismo, sin intermediarios, a clarificar aquellos arquetipos.
Al menos, observé las típicas emanaciones de vapor que brotan del alcantarillado, al igual que si la ciudad fuera un enorme ente megalítico que respirara.
Me descubrieron que los americanos sienten un miedo irracional hacia la leche, la mantequilla y el azúcar. Algo curioso viniendo de un pueblo que posee la mayor tasa de obesidad del mundo.
Sin perder demasiado tiempo, aprovechamos la noche para cenar unos triángulos de pizza mientras deambulábamos por la ciudad. De noche, Nueva York desplegaba todo su potencial lumínico y semejaba el interior de una colosal nave espacial, o un sobrecargado espectáculo de fuegos artificiales congelado en el cielo.
De esta guisa, distanciados de todo, divisé el edificio que escaló King Kong en los años treinta, que ahora despuntaba más imponente en el Skyline tras el ocaso de sus competidoras gemelas del World Trade Center. También, el cruce entre Broadway, la séptima avenida y la calle 42. También, la espesura de Central Park. También, la corona de la señora de la libertad, que me recomendaron que la escalara enteramente a pie, sintiendo cada uno de sus 354 escalones. Me dijeron:
Hazlo algún día, hazme caso, porque estar arriba no es nada del otro mundo, la cabeza apenas puede albergar unas diez o doce personas que se agolpan en los ventanucos como si lo importante fuera contemplar la enésima vista panorámica de la ciudad. Lo importante es subir, ascendiendo por su cuerpo como si fueras un microorganismo.
También divisé las ominosas gárgolas del edificio Chrysler. Las estrellas vitriólicas del Radio City Music Hall. La catedral de Saint Patrick, anacrónica, abrumada por la ostentación y la infinita verticalidad manhattatiana, preciosa como una perla alojada en las valvas de una almeja.
También divisé el tablero electrónico de la Sexta Avenida, financiado y erigido por una fuente anónima, que era El termómetro de Nueva York, esto es, el establecimiento de la deuda nacional en riguroso directo, como en uno de esos paneles recaudatorios de los telemaratones benéficos; la cifra era mareante: 4.934.668.000 dólares, y progresaba a razón de diez mil dólares por segundo, tan velozmente que los últimos tres dígitos estaban emborronados.
Y no importa que os diga todo lo que vi, ni todo lo que podríais ver. Porque siempre, siempre, siempre habrá algo, totalmente imprescindible y fascinante, que nos dejaremos en el tintero.
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