Lo peor para un viajero en moto es no tener moto. De pronto uno se siente desnudo y vulnerable. Se siente peatón. Y ya sé que no es malo ser peatón. Pero para quien está acostumbrado a recorrer el mundo desde hace cuatro años sobre una motocicleta haga frío, calor, llueva o haga viento, por ciudades, desiertos, selvas y páramos, verse descabalgado es una sensación muy extraña, inquietante. De repente has bajado al nivel de la calle, de los autobuses y los adoquines. La moto es para mí una vía de escape de todo lo que no me gusta. Si no me siento bien en un lugar, si me canso de la gente, si en el norte llueve y en el sur hace sol, pues arranco sin dar explicaciones y dejo polvo tras de mí. Perder esta libertad me desconcierta e incomoda.
Además, <strong>la moto es mi herramienta de trabajo</strong>. Se supone que estoy dando una vuelta al globo sobre dos ruedas para hablar de los <strong>exploradores españoles olvidados</strong> y que el punto distintivo de mi proyecto es que voy en moto a los sitios que ellos exploraron. Eso es lo difícil, lo bonito, lo arriesgado, lo atrayente y <strong>lo literario</strong>. Sin moto, ya puedo estar en el epicentro de la exploración española del Canadá que no tengo historia. Pero como he enviado en barco mi GS 1200 bautizada <strong>Atrevida</strong> desde Manila, tardará veinte días en llegar a Vancouver. Así que en cuanto me sitúo en la ciudad, me pongo como objetivo conseguir una BMW para al menos visitar la Isla de Vancouver y rescatar el recuerdo de los <strong>Juan de Fuca, Bodega y Quadra o Alcalá-Galiano</strong>. Lo que yo no podía imaginar era que la intentona me iba a salir de un modo tan perfecto.
Escribí un correo a David Canosa, Jefe de Marketing de <strong>BMW Motorrad España</strong>. Él ha sido quien se implicó personalmente en apoyar el<strong> proyecto Ruta Exploradores Olvidados</strong> y gracias a su interés cuento con el soporte de la marca en esta aventura. Le conté mi situación e inmediatamente remitió otro mensaje a sus colegas canadienses. El mismo día recibí respuesta. BMW Motorrad Canadá me cedería una <strong>RT 1200</strong> de prensa a estrenar mientras estuviera esperando la llegada de Atrevida. Casi salto de alegría. No más esperar en el dique seco, no más sentirme desnudo peatón. Podía ir a recogerla al concesionario de Kelly Anderson en Vancouver. Una vez sobre la rutera me sentí el hombre más feliz de la ciudad. <strong>La exploración del Noroeste americano comenzaba</strong>. Y no era poca faena la que tenía por delante.
La región es pródiga en Historia Española aunque hoy esté prácticamente olvidada. Los primeros europeos que llegaron hasta la isla de Nootka, hoy de Vancouver, fueron los españoles de la expedición de Juan José Pérez Hernández en 1774. Le siguió una segunda expedición en 1775 comandada por el navegante español Juan Francisco de la Bodega y Quadra. ¿Recordáis una famosa película de Hitchckok titulada Los Pájaros? Fue rodada en un pueblo costero del norte de California llamado Bodega Bay. Ahora ya sabéis el origen de su nombre. Bodega y Quadra navegó desde Méjico hasta Alaska. El motivo fue la creciente presencia rusa en un territorio que los españoles reclamaban para sí. América entera, desde el cabo de Hornos hasta el extremo norte (dejando aparte Brasil) había sido concedida a España por la bula papal Inter Coetera, de 1493, que dividía el Nuevo Mundo entre España y Portugal. Esa legitimidad vaticana tenía mucho sentido en el siglo XV, pero a finales del XVIII el mundo era muy diferente y la hegemonía naval, militar, política y científica la estaban ocupando otras potencias.
El conflicto entre el viejo orden y el nuevo, entre dos concepciones de la sociedad, la política y la religión estaba en ciernes y fue precisamente en esa lejana isla a la que ahora me dirijo donde se encontraron frente a frente y estuvo a punto de generar un conflicto armado entre los dos campeones de sus respectivas épocas: España e Inglaterra. Se solucionó de forma incruenta gracias al talento diplomático de algunos hombres sensatos, como Bodega y Quadra. Pero el tiempo de España y la legitimidad vaticana había pasado y el futuro del oeste de Canadá sería completamente anglosajón.
El viaje hasta el puerto de Horsebay es corto. La carretera desciende abruptamente hasta una bahía encerrada entre montañas. El horizonte de islas, fiordos y niebla se nos ofrece en plena inmensidad. Hoy está plagado de nubes totémicas, apelmazadas y desafiantes. Es viernes y la cola es casi kilométrica. Claro que las motos van en cabeza siempre. Seré el primero en entrar. El pasaje es caro. 27 dólares no es una ganga. Eso sí, los ferries de BC tienen una muy buena organización y no falta personal. Muchos trabajadores con chalecos reflectantes se encargan de dirigir el cotarro.
Una hora y 45 minutos después llegamos a Nanaimo. Cuando tomo la desviación hacia la costa oeste, la ruta se encrespa. Hay que cruzar las montañas que hacen de espinazo de la isla. La cordillera tiene las cumbres nevadas y caudalosos ríos lamen sus faldas. Todo en América es inmenso, gigante. Los primeros europeos llegaron en el siglo XVIII, ayer mismo, como quien dice. Los canadienses han hecho un buen trabajo y tienen buenas infraestructuras, pero esto es tan vasto que apenas han arañado un poco esta geografía descomunal y salvaje. La sensación que embarga aquí al ser humano es de pequeñez, de ser una mínima mota de polvo sobre un espejo infinito que refleja tu diminuta dimensión. Quizá por eso estos tipos se compran unos 4x4 tan grandes, para compensar su complejo de pigmeo.
Pero a mi no me molesta saberme pequeño. De hecho, me gusta verme diluido en la inmensidad de desiertos, selvas o bosques continentales de cedros y abetos. Ríos, lagos, montes… los accidentes se suceden y vamos avanzando con la retina llena de belleza. Tras un par de horas de hipnótica conducción llego a Tofino, aldea ubicada en el extremo de una península y único spot surfero de todo Canadá. Falta una eñe, por supuesto. El pueblo se llama así en honor de Vicente Tofiño, cosmografo, director de la escuela de Guardamarinas de Cádiz y maestro de Dionisio Alcalá Galiano y Alejandro Malaespina. Un ilustrado para una España supersticiosa e ignorante que no quería saber nada de conocimientos y ciencia. Una generación perdida.
Me alojo en una cabaña de la Mackenzie Beach. El lugar es un paraíso. Estoy frente al mar. Tengo algunos árboles delante. El liquen se adhiere a su corteza y a través del entramado que forman diviso un sol terco. No se acaba de hacer de noche. Tan al norte, los días son largos, casi eternos. El color del cielo es de un azul desvaído. Descolorido. Algo triste. Pero es tan bello que la melancolía no molesta. A veces es agradable estar triste sin más motivo que un paisaje grisáceo o el vuelo de unas gaviotas.
Lo que veo me recuerda a las pinturas holandesas. Parejas y familias pasean junto al agua. Algunos van en bicicleta, otros llevan perros, aquellos corren. Es un paraje turístico pero está muy bien conservado. Hay construcciones, más están escondidas e integradas en el paisaje. ¡Y los canadienses son tan cuidadosos con el medio ambiente! Pero por mucho cuidado que se tenga, el desgaste que supone este progreso no se puede evitar. Al final de la playa se acumula una espuma sucia que trae el mar. Es igual que en Bali, donde en las más paradisíacas calas iba amontonándose la basura, el plástico, el detritus industrial de una sociedad consumista que desea conservar un mundo puro pero sin dolor ni sacrificio.
Pero todo en esta vida se termina alguna vez y hasta este astro obcecado se acaba rindiendo de cansancio. “Ya está bien de brillar, hombre”, le grito. Poco a poco el resplandor va muriéndose en un estertor rosáceo. Por un momento el azul sin fuerzas del cielo y este ocaso rosa casi inane me recuerdan a un infantil vestido de punto y lacitos. El firmamento detenido sobre el mar calmo tiene la misma textura que esos trajecitos cursis con los que se viste a los bebes. Cuánta melancolía americana condensada en un atardecer interminable. Creo que ha llegado el momento de abrir una cerveza.
Fotos:Miquel Silvestre
Diario del Viajero Time Lapse de Vancouver