No me gusta volar. Odio los aviones, los aeródromos, las compañías aéreas y sus procedimientos. No es por miedo sino por rebeldía ante los irritantes cauces organizados del consumo en masa y el transporte colectivo. No soy raro. Sé que casi todos pensamos igual, aunque la promesa de un gran viaje ayude a tragarnos la amarga píldora con resignación; pero es que yo no viajo en avión sino en moto y para mí los aeropuertos son solo fábricas de incomodidades y retrasos. Aborrezco pasar controles de seguridad, no me agradan los arcos detectores de metal, siento animadversión por las colas, las esperas y esos largos ratos que se malgastan con una tarjeta de embarque en las manos y la mirada perdida en el monitor de salidas.
Pero mientras las BMW no tengan flotadores, será imposible completar una vuelta al mundo en moto sin coger dos o tres aviones para superar esos pequeños accidentes llamados océanos. Habiendo llegado a Manila saltando de isla en isla, me veo obligado a coger un vuelo por tercera vez en esta Ruta de los Exploradores Olvidados alrededor de los cinco continentes. Es el único modo de superar el Pacífico, ese inmenso montón de mar que descubriera Núñez de Balboa en 1513 después de cruzarse a puro huevo el Istmo de Panamá. Mi destino es Vancouver, ciudad canadiense situada frente la isla del mismo nombre, pródiga en historias de exploradores españoles olvidados, como ya tendremos ocasión de comprobar en un futuro post de esta nueva columna que estoy recién inaugurando.
Pero antes de volar rumbo a América, he de resolver el asunto más engorroso en todo viaje overlander, o sea de los que suponen cruzar los países kilómetro a kilómetro por tus medios. Viajar en vehículo propio tiene también inconvenientes. No todo es siempre bonito, brillante y divertido. Una motocicleta es un medio de transporte fabuloso que garantiza libertad de movimientos para ir, volver y parar cuando y como quieras. Mi BMW me ha permitido llegar hasta la misma tumba de Pedro Páez, descubridor de las Fuentes del Nilo Azul, enterrado al borde del Lago Tana en Etiopia, o besar las faldas del Annapurna en Nepal. En moto no estarás sometido a horarios ni rutas marcadas. Voy donde no van autobuses ni trenes. Hasta que se acaba la carretera y aparece el mar. Entonces no es una ventaja sino una bola de presidiario. El mochilero me aventaja en esto. Cuando se le acaba un país, coge un avión y desaparece. Yo tengo que encargarme de que mi motocicleta salga por vía aérea o marítima.
Recorriendo la vieja ciudad española de Intramuros en Manila encontré una compañía de transportes: Dalca Corporation. Resultó providencial. Ellos se encargaron de resolver el complejo procedimiento aduanero de exportación, no sin pasar por cómicas situaciones de surrealismo burocrático que ya contaré algún día. En cuanto al modo de trasporte elegido, el flete aéreo es más rápido, pero suele ser más caro. A veces carísimo, como ocurre en Filipinas. Me piden 4.500 dólares. Descarto esta opción por inviable económicamente. El transporte marítimo supone unos 1.350, que puedo pagar gracias a uno de mis patrocinadores.
El día señalado lavo bien la moto para cumplir con los estándares canadienses de seguridad e higiene. En la gran caja de madera donde la guardo, escribo su nombre en un lateral. “I am Atrevida”. La bauticé así en honor a una de las corbetas de la Expedición de Alejandro Malaespina, quien a finales del siglo XVIII acometió la ambiciosa empresa de visitar las posesiones que la Corona Española tenía dispersas por el planeta. Tras dejar el paquete cerrado y listo para embarcar, voy al aeropuerto. Llego justo con las dos horas mínimas de antelación de todo vuelo internacional.
Cuando me acerco al mostrador de facturación de Philippines Airlines veo que delante de mí hay una pareja occidental con un crío pequeño. Protestan porque hay overbooking o sobreventa. “Oh, no”, me digo, “que no me toque a mí quedarme en tierra”. Una vez delante de la empleada, leo las compensaciones previstas para los que acepten quedarse en tierra. Un billete de ida y vuelta gratuito a Vancouver es lo más sustancioso de todo, pero yo no quiero regresar, solo irme. Contesto a la señorita que no acepto la compensación y que deseo volar ya. Consulta con su superior, que anda ocupado resolviendo los problemas derivados de vender más billetes que plazas, y éste le hace una seña. Et voila, tengo tarjeta de embarque. Cuando veo que mi plaza es la 15 G, pregunto si es acaso Business Class.
—Así es—confirma ella—, volará usted en clase superior.
Mi alegría se desborda. Literalmente. Subir de categoría en un vuelo transoceánico supone una diferencia abismal. La que hay entre el cielo o el infierno. Camino casi levitando hacia la sala de espera. El escrutinio de seguridad es estricto. Realmente estricto. Viajar a Norteamérica supone descalzarse, vaciar los bolsillos y casi mostrar los dientes como los caballos vendidos en ferias. Cuando entro en la cabina, veo que voy a compartir espacio con una señora de unos sesenta y tantos años. Vaya por Dios, nunca toca tía buena. Me arrellano y en cuanto despegamos, comienzo a pedir por esta boquita que Dios me ha dado y van cayendo vinos y cervezas. Mientras el licor me anestesia lo suficiente para dormir, Jovita, que así se llama mi vecina, me cuente que es filipina pero que lleva muchos años viviendo en Las Vegas. Tiene muchos hijos y nietos.
—En los casinos te dan vales de comida y bebida si metes unos dólares en las tragaperras. Los locales vamos mucho porque te sale a cuenta. Consumes más de lo que gastas.
¿Dónde está el truco? Podría pensarse si al final el casino pierde más que gana. Pero es que el casino no pierde. Estimula la ludopatía. Tendrá hechos sus cálculos estadísticos. De cada cien tipos que meten dólares en una tragaperras, el porcentaje de los que permanezcan echando monedas por importe superior a los bonos que reciban compensarán de sobra el gasto ocasionado por los que resistan la tentación. Al final, el capitalismo solo son matemáticas.
De pronto apagan la luz como en las granjas de pollos. Todo el mundo a callar y a dormir. Es un modo de luchar contra el jet lag. Viajando hacia el este, aterrizaremos antes de la hora en la que despegamos. Curioso efecto comprobado por primera vez en el viaje de Elcano cuando en 1523 llegaron a Cabo Verde, frente a las costas de África, y los 18 supervivientes de aquella atroz odisea preguntaron qué día era. Los portugueses les dijeron que jueves cuando para los embarcados era miércoles. También par mí el tiempo se ha vuelto elástico e irreal mientras deambulo por la límpida sala del aeropuerto internacional de Vancouver. He dejado definitivamente atrás Asia y aquí comienza mi aventura americana. Me pregunto qué voy a ver y a vivir aquí hasta que llegue mi moto.
Si quieres verlo en imágenes, aquí tienes el vídeo.
Fotos Miquel Silvestre
Video Youtube Miquel Silvestre
En Diario del Viajero