El Sahara en moto histórica. Tarfaya, cuna de El Principito

Abandono Sidi Ifni por la N12. Voy dirección sur por sinuosos cerros que aparecen ocres y verdes. La vía es revirada, divertida. Estrecho el asfalto pero en buen estado. Ideal carretera para la vieja R50/2 de 1965. Me sorprende su agilidad, su potencia. Esta moto era una maravilla técnica en su tiempo y aún hoy demuestra su raza en este terreno. Responde con brío a cada golpe de acelerador. Me entusiasma el rotundo sonido de su motor.

Aparece Guelmin. Mucha vida y tráfico. Me cruzo con borricos, viejos coches de gasolina y ciclomotores desvencijados. Es una población mediana. Me detengo a repostar y comer un tajin, el plato nacional que sirven en una fuente de barro con forma cónica. Dentro hay guiso de cebolla, patata, pasas y un poco de carne de cordero, más correosa que abundante. Pero como es rica en grasa y especias y siento hambre, sacía y me sabe a gloria.

La moto no está hecha para las aglomeraciones urbanas. Sus frenos son flojos. Hay que anticiparse a los obstáculos para no empotrarse. Aquí la conducción es agresiva y caótica. Perros, coches, motos, niños, carros, hombres, mujeres… todos al mismo tiempo y sin mirar se interponen. Estrujar la maneta de freno de una R50 es como intentar detener la lluvia cantando.

Después de sufrir varios sustos, consigo rumbo Tan Tan. La ruta se aplana en la N1 y la llanura ofrece infinita. El horizonte es apenas una línea marrón que choca contra el cielo, de un intenso azul. Me doy cuenta de pronto de que ya estamos en el desierto. Es el Sahara, aunque la frontera administrativa esté más al sur. El camino se hace largo, agotador, arenoso, y algo aburrido.

Entonces aparece el mar y la retina se llena de alegría. El océano se agita embravecido a la derecha. El cansancio se evapora. En la pequeña población de Akfhanir decido quedarme a dormir en un hotel a la entrada del pueblo, el Sahara Beach, nuevo, cómodo y barato.

Al día siguiente salgo hacia el sur. Inmensas playas blancas. La arena húmeda relumbra bajo el sol naciente como plata vieja. Sin embargo, algo afea el paraíso. La basura. El plástico. Toneladas de desechos se acumulan a lo largo de la línea costera. El horizonte se ha llenado de mugre. El futuro se presenta negro.

A unas pocas decenas de kilómetros la ruta se aparta del litoral para proteger el parque nacional de Khnifiss y las lagunas de Naila, uno de esos parajes primigenios llenos de vida vegetal y animal. Inmensas salinas se pierden en la lejanía.

Aparece Tarfaya, un pequeño pueblo de pescadores. Se llamó en tiempos Villa Bens. En 1916 el capitán Francisco Bens tomó posesión de Cabo Juby y fundó una población. Aquí repostaban los aviones en su ruta hacia América. Por eso, con beneplácito de las autoridades españolas, aquí se instaló la compañía francesa Aeropostale, que tenía su sede en Toulousse.

El autor de El Principito, Antoine de Saint Exupery tiene aquí un museo y un monumento. En 1927 fue nombrado jefe de escala en Tarfaya por la compañía francesa Aeropostal. Aquí escribió su primera novela: Correo del Sur.

Observo el desierto que me rodea y recuerdo que sí era el escenario donde al narrador del relato se le presentó un extraño niño venido de otro planeta. Aislamientos como éste hacen que los hombres inquietos alumbren los grandes sueños de evasión.

He venido hasta aquí para darme cuenta de que el inmortal Principito comenzó a existir en lo que una vez fue suelo español.

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