Al Aaiun surge en mitad del desierto como lo que es: un oasis. El centro urbano está al otro lado del puente que cruza el río. Pero para llegar hasta él hay que cruzar también controles de la gendarmería. Piden pasaporte, seguro, permiso de circulación y la ficha, que no es sino un papel donde el viajero extranjero ha de escribir sus datos y los del vehículo, así como su profesión, lugar de origen y destino. Conviene hacer de esta ficha más de veinte copias porque los controles son una constante en el Sahara Occidental.
Todo el Sahara está militarizado. En Al Aaiun hay miles de uniformados y también una población foránea que circula en grandes 4x4 de color blanco con letras azules pintadas en las portezuelas. ONU. Son los cascos azules de la Minurso, la misión de Naciones Unidas encargada de velar por el alto el fuego entre el Ejército Marroquí y el Frente Polisario.
Los de la ONU han causado un efecto tangible en Al Aaiun. Han hecho subir las tarifas de los hoteles. Cobra sus sueldos en dólares. En cualquier establecimiento medio decente, como el viejo parador español o no hay habitación o cuestan más de cien euros la noche. Así que no me queda más remedio que alojarme en uno bastante cutre y viejo, de ventanas combadas y con ascensores tenebrosos fabricados en Barcelona según reza una placa en su interior. El edificio fue construido a principios de los 70 y desde entonces no ha experimentado reforma.
Al Aaiun fue capital de provincia española hasta 1976, cuando se abandonó a Marruecos al firmar el acuerdo tripartito de Madrid en 1975 como consecuencia de la Marcha Verde. El pueblo de 20.000 personas en aquellos tiempos se ha convertido en urbe de más de 200.000. Las nuevas edificaciones se despliegan a lo largo y ancho de tres terrazas superpuestas.
Las nuevas autoridades se han esforzado por diluir el recuerdo colonial. Pero no todo se puede borrar. el Estado Español mantiene unos pocos edificios. Queda la iglesia de San Francisco, el Centro Cultural español y la Casa de España, antigua residencia de oficiales y que hoy es la única oficina de representación extranjera abierta en el Sahara. Oficina de representación, que no legación diplomática.
Don Carlos Ismael Bengoechea, depositario de los bienes del Estado, me recibió muy amablemente y tuvo la deferencia de llevarme en su coche y explicarme la breve historia de una ciudad fundada en 1938 en la margen izquierda del Saguia el Hamra por dos oficiales españoles el comandante Galo Bullón y el teniente coronel Antonio de Oro Pulido, genuinos aventureros del desierto, que hablaban el dialecto de los saharauis tras haber convivido años con ellos y que en definitiva se sentían auténticos nómadas.
Recorrimos el mercado de abastos, la calle de la Marina, los almacenes con tejados ondulados semejando dunas, las casas semiesféricas que se diseñaron para simular campamentos. Mientras contemplábamos lo ajado de esta herencia, llegamos hasta la primera casa fuerte levantada por Antonio de Oro Pulido a la vera del oasis. Poco más que un cobertizo de adobe, lo rodeaba una inmensa cantidad de basura, auténtico cáncer del planeta. Bajé del coche y me acerqué a aquel pedazo de nuestra historia enclavado en el desierto.
Sentí un latigazo de tristeza. Ya había contemplado este desdén antes, como cuando alcancé en Etiopía los restos del palacio catedral donde está enterrado Pedro Páez, el jesuita madrileño que descubriera las fuentes del Nilo Azul. Aquí el sueño africano de Antonio de Oro Pulido a orillas de un oasis estaba convertido en un estercolero. Me vinieron a la memoria aquellos tristísimos versos de Antonio Machado, los que solo pudo escribir alguien a quien le dolía su patria tanto como la amaba.
Castilla miserable, ayer dominadora envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora